Preparar la JMJ

La Jornada Mundial de la Juventud es un momento de gracia. Las vivencias, las emociones, las experiencias pasan, la huella de Dios que marca los corazones no, ella permanece, y es una semilla llamada a dar fruto a su tiempo, más aún, con el tiempo.

No todos tendremos la fortuna de poder asistir a la Jornada Mundial de la Juventud en Panamá, ya inminente. Algunos porque ya no son jóvenes, otros porque no lograron formar un grupo, otros por diversos compromisos profesionales, familiares, sociales, o por carecer de los medios o la salud necesaria para tan intenso trajín. ¿Qué podemos hacer para no perdérnoslo?

Hay algo que, de hecho, nos vamos a perder, irremediablemente, quienes no acudamos a la cita: la imponente inyección de energía que supone el contacto directo con la juventud. Y no cualquier juventud, sino una sana, animada por la fe, que tiene deseos de mejorar como persona, construir un mundo mejor, salir del estrecho cascarón de su egoísmo y tomarse en serio a Jesucristo. Es decir, una inyección de energía vital puede percibirse también en un “rave de música electrónica”, donde las drogas duras fluyen como agua corriente, o en un concierto de rock pesado, con muchos chicos queriendo ser cada uno más malo que el otro (es una generalización que puede pecar de injusta, personalmente me gustan algunos grupos de Heavy Metal, pero quiero subrayar el estereotipo clásico). La JMJ es diferente, porque nos ofrece una bocanada de esperanza: una multitud inmensa de jóvenes para quienes la dimensión sobrenatural forma una parte importante de su vida.

Un espectáculo, insisto, digno de verse: toda esa marea humana joven, toda esa inyección de energía (buenas “vibras” dirían hoy), recordándonos nuevamente, en palabras de Benedicto XVI que “la Iglesia está viva y es joven”. Sí, a pesar de los pesares, a pesar de los escándalos, a pesar de nuestros errores y pecados, los jóvenes siguen buscando a Dios y Dios a los jóvenes. Panamá nos mostrará cómo la Iglesia es todavía, en unión con el Papa, un lugar válido para ese encuentro, una instancia legítima para conseguir la unión con Dios y la comunión entre nosotros.  

Volviendo a la pregunta original, ¿cómo podemos estar presentes, a pesar de perdernos la parte más sabrosa del pastel? La respuesta cristiana es sencilla, simple, clara: con la oración. La oración nos convierte en protagonistas, aunque estemos a miles de kilómetros. Protagonistas que podemos estar en el corazón y en alma del encuentro, pues más allá de una ocasión para convivir con chicos de todo el mundo, tener ocasión de ver y escuchar al papa en directo, y con un poco de suerte, tener la oportunidad de vivir un encuentro fugaz con Francisco, la JMJ es un momento de gracia. Las vivencias, las emociones, las experiencias pasan, la garra de Dios que marca los corazones no, ella permanece, y es una semilla llamada a dar fruto a su tiempo, más aún, con el tiempo.

Por eso, la JMJ no puede medirse acabadamente con parámetros simplemente humanos: número de asistentes, países participantes, testimonios e incluso conversiones o decisiones de entrega a Dios. Todo eso es, hasta cierto punto, medible, pero la acción de Dios en los corazones, no. Y ella no suele manifestarse en el instante, toma ocasión de momentos y lugares que pueden calificarse de “salvíficos”, como lo será sin duda Panamá del 22 al 27 de enero, pero se manifiesta en plenitud y con todas sus ocultas virtualidades después, con el despliegue del tiempo. En ese sentido, el protagonista es siempre Dios y su acción, es decir, la gracia; pero en esa línea, son más protagonistas quienes rezan por los frutos, que quienes gritan y se emocionan. No son excluyentes estas actitudes, lo mejor es poder tener las dos posibilidades, pero si la presencia física falta, puede suplirse con la intensidad en la oración.

Como la mítica Ave Fénix, la Iglesia renace, una y otra vez, en los corazones jóvenes, a pesar de tantas cosas tristes, pues nuestra necesidad de Dios permanece, aunque resulten patentes las limitaciones humanas. Esas mismas limitaciones no hacen sino agudizar nuestra sed de Dios; esa ansia se percibe con mayor viveza durante la juventud. Por eso, a pesar de sus errores, a pesar de sus detractores, a pesar de las miserias de sus hijos, Dios sigue actuando en los corazones a través de su Iglesia. Ello es un signo de su origen divino. 

Vale la pena rezar mucho por los frutos de la jornada, también para que sirva a muchos jóvenes de ocasión especial para el discernimiento vocacional, como el momento y el lugar de su encuentro providencial y salvífico con Jesús, de forma que, como los primeros apóstoles, descubran que vale la pena dejarlo todo para seguirle a Él y continuar la misión salvadora de la Iglesia, en el tercer milenio de su venida.

 

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