Benedicto XVI, ya nonagenario, ha vuelto a romper el silencio, hablando en esta ocasión de un tema espinoso, que pesa sobre su conciencia y mina la credibilidad de la Iglesia: la pedofilia. Es comprensible que, en el ocaso de su vida, traiga a colación los temas más dolorosos que ha afrontado en su ministerio al servicio de la Iglesia, primero como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y más tarde como papa. Tema que tristemente ha cobrado nueva actualidad, hasta el punto de que Francisco ha tenido una “reunión de emergencia” con los presidentes de las Conferencias Episcopales de todo el mundo para estudiar el modo de afrontarlo, erradicarlo y prevenirlo.
Al final de su existencia, desde la perspectiva que le otorga su vida de oración y retiro, así como su experiencia como teólogo, obispo, prefecto y papa, ofrece una valiosa contribución, en plena sintonía con el papa Francisco, a quien facilito, junto con su secretario de Estado, el cardenal Parolin, el texto antes de su publicación.
El final de la vida de Benedicto XVI ha estado marcado por este doloroso escándalo. En el sugestivo arco de tiempo que va desde el Viacrucis del 2005, dirigido por él ante la incapacidad física de san Juan Pablo II al momento presente, ha tenido que lidiar con este triste problema. Suenan plenamente actuales las sugestivas y proféticas palabras que pronunció en la novena estación de ese Viacrucis: “¿Qué puede decirnos la caída de Jesús bajo el peso de la cruz?… ¿No deberíamos pensar también en lo que debe sufrir Cristo en su propia Iglesia?… ¡Cuánta suciedad en la Iglesia y entre los que, por su sacerdocio, deberían estar completamente entregados a Él!” En su momento estas enigmáticas palabras consternaron a algunos; hoy, tristemente, vemos que eran una premonitoria realidad.
El nuevo texto del papa Emérito se divide en tres partes: las causas y el contexto de esta crisis, cómo afectaron a la formación de los sacerdotes y, finalmente, unas sugerencias para afrontar adecuadamente el problema. Muy resumidamente puede decirse que el contexto de la crisis es la revolución sexual de la sociedad, hija de los años sesenta del siglo veinte. Sobrecoge ver el impacto que esta revolución tuvo en la vida de la Iglesia, más en la pluma de alguien con la autoridad de Benedicto XVI, que lo sufrió en carne propia: una honda crisis de autoridad en la Iglesia, agudos desórdenes prácticos y una profunda distorsión en la comprensión y en la enseñanza de la moral dentro de la Iglesia.
Cuando narra cómo se formaron grupos de seminaristas homosexuales, se hicieron manifiestos teológicos de resistencia a la autoridad romana, un rector de seminario que después fue obispo proyectó videos pornográficos a los seminaristas y otros lamentables hechos, nos damos cuenta de la honda crisis que sufrió la Iglesia, de la que apenas ahora estamos pagando la factura. Al desorden moral en la práctica se unió la confusión en la teoría. Al abandonarse la ley natural como esquema para explicar la moral, esta quedó a la deriva, al capricho de interpretaciones relativistas que por principio negaban la existencia de absolutos morales. A ello, diabólicamente podríamos añadir, se añadió una insuficiencia en el derecho eclesiástico, que dificultaba retirar del ministerio a los sacerdotes culpables de tan abominable delito.
Benedicto XVI concluye con un llamado esperanzador. Acota que no viene a cuento intentar rediseñar a la Iglesia, pues “una Iglesia que se hace a sí misma no puede constituir esperanza”.
Añade que en la Iglesia siempre ha habido justos y pecadores, trigo y cizaña, peces buenos y malos. Pero no hay que cargar las tintas, hay que saber poner el acento en lo bueno que ofrece y volver a las raíces, a su identidad original. Es decir, volver a reconocer a Dios como base de nuestra existencia, pues ha sido su ausencia la que ha propiciado esta clase de crímenes abominables. “Sólo la obediencia y el amor a Jesucristo pueden indicarnos el camino” y, más concretamente, volver a valorar la presencia real de Cristo en la Eucaristía, es decir, no sólo tener fe, sino vivir de fe.
En la medida en que la Iglesia recupere su identidad y viva de Cristo, se saneará por dentro y volverá a ser creíble, luz de las naciones. Por lo pronto no nos queda sino hacer nuestra la oración de Ratzinger en aquel lejano 2005: “Señor, frecuentemente tu Iglesia nos parece una barca a punto de hundirse… Nos abruman su atuendo y su rostro tan sucios. Ten piedad de tu Iglesia…Tú te has reincorporado, has resucitado y puedes levantarnos. Salva y santifica a tu Iglesia”.
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