Si alguien escuchara los relatos de la violencia en México y las intrincadas y profundas raíces que tiene dentro de la autoridad establecida, probablemente juzgaría que se trata de una película violenta más, por supuesto exagerada.
Cuando uno lee esas narraciones en los diarios o las escucha en noticiarios, descubre perplejo que la realidad supera a la ficción, y que lo complejo de la situación empuja a la desesperanza, pues no se ve de dónde pueda provenir el remedio.
Felizmente, esa impotencia ciudadana no se ha quedado en una oleada estéril de lamentos o en una triste resignación. La sociedad civil ha salido a la calle, ha saturado las redes sociales, ha hecho oír su voz en cuanto medio de comunicación existe en este hipercomunicado mundo nuestro.
Sin embargo, para que la voz tenga sentido se precisa de que alguien escuche; y ante tanta ceguera moral por parte de unos hombres que en su crueldad hacen lo posible por borrar cualquier huella de humanidad en su conducta, queda la pregunta en el aíre: aparte de Dios y de nosotros mismos, ¿habrá escuchado el mensaje su destinatario?
Desde una perspectiva de fe es claro que Dios siempre escucha, y quizá son estas situaciones dramáticas las que nos llevan a levantar, desesperados, nuestras manos hacia Él. Sin embargo, el misterioso designo de Dios respeta siempre nuestra libertad, para bien o para mal; y en su pedagogía de la fe nos dice con claridad: “no todo aquel que diga Señor, Señor, entrará en el Reino de los cielos, sino aquel que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos”. (O sea) Ese clamor de oración debe ir acompañado de un hondo examen: pedimos a Dios la paz, ponemos los medios reales a nuestro alcance para alcanzarla, pero quizá nos falta plantearnos si tomamos en cuenta la voz de Dios a la hora de construir nuestra sociedad. Lo contrario es muy fácil: acudir a Él cuando la hemos malogrado, desoyéndolo cuando nos ha ofrecido el remedio preventivo de tanto mal.
En este contexto, una vez más, los obispos mexicanos se han sumado a la sociedad civil para denunciar lo absurdo de la violencia. La banalidad del mal (en expresión de Hannah Arendt), su terrible superficialidad y ceguera, su mentira profunda, se nos antojan inmanejables, ¿cómo gestionarlo?, ¿cómo enfrentar ese cinismo absurdo y ciego?
Para los obispos mexicanos es claro que “en nuestra visión de fe, estos hechos hacen evidente que nos hemos alejado de Dios; lo vemos en el olvido de la verdad, el desprecio de la dignidad humana, la miseria y la inequidad crecientes, la pérdida del sentido de la vida, de la credibilidad y confianza necesarias para establecer relaciones sociales estables y duraderas”.
Y el camino que ofrecen no puede sino ser sobrenatural: “Jesucristo es nuestra paz. Él está presente en su Palabra, en la Eucaristía, en donde dos o más se reúnen en su nombre, en todo gesto de amor misericordioso y en el compromiso por construir la paz en la verdad y la justicia”.
Obviamente, no todo se queda en oración, buscan ofrecer estructuras sociales de apoyo que intenten suturar las profundas heridas sociales: “redoblaremos nuestro compromiso de formar, animar y motivar a nuestras comunidades diocesanas para acompañar espiritual y solidariamente a las víctimas de la violencia en todo el país. A colaborar con los procesos de reconciliación y búsqueda de paz. A respaldar los esfuerzos de la sociedad y sus instituciones a favor de un auténtico Estado de Derecho en México. A seguir comunicando el Evangelio a las familias y acompañar a sus miembros para que se alejen de la violencia y sean escuelas de reconciliación y justicia”.
Sin embargo, dada la magnitud de la situación, los buenos deseos, el empeño de la gente común no basta, el último recurso es la oración: “Celebraremos el próximo 12 de diciembre la fiesta de Nuestra Señora de Guadalupe, haciendo una jornada de oración por la paz. Le pediremos su intercesión por la conversión de todos los mexicanos, particularmente la de quienes provocan sufrimiento y muerte”.
En efecto, la conversión del pecador empedernido es un milagro más maravilloso que la creación del universo, y esa conversión de corazones es lo que los obispos, y en unión con ellos los católicos y personas de buena voluntad, pedimos a nuestra Madre de Guadalupe.
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