Es impresionante el eco mediático que ha tenido el dramático ataque al semanario francés Charlie Hebdo. Todo el mundo ha reaccionado y comentado a rabiar tan lamentables hechos.
Por parte de la Iglesia Católica el Papa ha mandado dos mensajes. El primero, manifestando sus condolencias y condenando el atentado. El segundo, pidiendo, una vez más, a los líderes musulmanes que condenen, claramente y de forma unánime, toda forma de terrorismo, señalando que es blasfemo justificar la violencia en nombre de Dios.
Los obispos franceses, por su parte, han condenado el atentado y han pedido por las víctimas, no sin antes señalar que esas mismas víctimas muchas veces los habían satirizado a ellos y, lo más grave, aquellas realidades que ellos y muchos católicos franceses consideraban sagradas.
Mucho ha dado qué reflexionar tan lamentable suceso. Por ejemplo, se ha reabierto la discusión sobre los límites de la libertad de expresión –si es que existen– y el deber de respetar lo que para otros es sagrado.
En opinión de muchos, sin justificar el hecho, en realidad ellos se lo habían buscado, pues con los musulmanes no se juega, no están para bromas: las terribles imágenes que hemos presenciado recientemente de decapitaciones y masacres de poblaciones inermes, incluidas mujeres y niños, lo muestran de forma elocuente.
Sin embargo, la justa indignación y el conveniente escándalo parecen desproporcionados.
Cada vida es invaluable, pero muchas más vidas son segadas por la violencia fundamentalista de corte islámico en Siria, Irak o Nigeria (alrededor de 2,000 muertos recientemente sólo en Baga), y sin embargo no han producido el mismo escándalo, la misma conmoción, ¿por qué?
No parece que la respuesta sea, solamente, por sentir más cerca de casa la violencia; es decir, no limitarse a presenciarla en los noticieros de CNN o en los morbosos videos de YouTube, sino que amenaza con aparecer de forma inesperada a la vuelta de la esquina.
Dicho de otra forma, este género de violencia se sale del guión, de lo que cabía esperarse, y pone en crisis toda una forma de vida, una cosmovisión generalizada de cómo son las cosas y cómo se resuelven los problemas. Es una enfermedad, por usar una metáfora, frente a la que no existen protocolos de cura, una especie de ébola cultural.
En el fondo, somos testigos del desconcierto que una sociedad secularizada encuentra al enfrentarse con el fundamentalismo religioso. Una sociedad para la que la religión goza de legitimidad sólo en el interior de la conciencia, y que entre menos se manifieste en público es mejor, se enfrenta con otra cultura antagónica, en cuya visión de la vida y el mundo separar la esfera civil de la religiosa es una herejía que se debe combatir. Quizá ahora descubra la sociedad occidental lo que le debe al cristianismo.
El problema es que dentro de los protocolos del Estado secularizado, que muy a su pesar tiene raíces judeocristianas, está el respetar a las minorías religiosas, el permitir la inmigración, la multiculturalidad, que se considera como una expresión de la riqueza de la sociedad y también, muchas veces, una justificación tácita del relativismo imperante.
Pero precisamente con esas reglas del juego se queda sin defensas, inerme frente a la invasión del fundamentalismo islámico. Lo dijeron con claridad hace pocos meses los obispos iraquíes, en palabras que hoy se tornan proféticas: los occidentales, que miramos consternados –pero cómodamente desde el sillón de nuestras casas– el genocidio de Medio Oriente, no somos conscientes de que los mismos que lo perpetúan están ahora en las calles de nuestras ciudades, con pasaportes y documentos de nuestros países. Es cuestión de tiempo –señalaban– para que esa violencia nos alcance. Ya lo ha hecho.
No hay manera de discernir qué musulmán es fundamentalista y cuál no; quién está dispuesto a recurrir a la violencia y quién no. Algunos países europeos podrían, en un futuro no muy lejano, aprobar democráticamente legislaciones antidemocráticas o la sharía. No existen procedimientos para impedirlo que no vayan a su vez contra los propios principios culturales.
Comenzamos a ser conscientes de las debilidades de nuestro paradigma cultural, frente a un fundamentalismo al que nuestros principios fundamentales le importan un comino.
Ahí radica la raíz de la inquietud y el desasosiego occidentales que los medios simplemente se han limitado a plasmar.
@voxfides