Mons. Romero, víctima del terrorismo, camino a los altares

La comunidad de teólogos que sigue la causa de canonización de Oscar Arnulfo Romero ha dado su veredicto final y lo hizo por unanimidad: El arzobispo salvadoreño fue asesinado por odio a la fe. El camino a su beatificación como mártir en Jesucristo ha quedado libre.

Monseñor Romero fue víctima del terrorismo, el mismo que ahora tocó el corazón de Francia y del resto de la Unión Europea. Un terrorismo no muy distinto al que por años ha perseguido y asesinado a los cristianos en diversas partes del mundo, con sevicia innombrable en Medio Oriente. Romero fue martirizado en la misma lógica de quienes cobraron las vidas de los trabajadores de la revista francesa Chalie Hebdo.

Estamos hablando del mismo infierno, aunque se trate de distintos diablos. Unos, organizados como escuadrones de la muerte; otros, como personeros de Al-Qaeda. Unos demonios matan por razón de Estado, donde no existe ni sombra de reconocimiento por la dignidad de la vida humana, tan sólo la descarnada lógica del poder. Los otros, matan por el fanatismo que sustituye a Dios con el ídolo de la supremacía religiosa, el cual se muestra incapaz de comprender razones. De principio a fin, demonios al servicio de la idolatría del poder. Siempre será necesario recordarlo: cuando la fe y la razón pierden contacto se engendran monstruos.

Romero fue asesinado por un escuadrón de la muerte como castigo y ejemplo para cuantos osaran retar a los dueños del poder en El Salvador. Una camarilla de oligarcas que no reparaban en eliminar a quienes se pusieran en su camino y que, no obstante decirse cristianos, veían en el Evangelio una amenaza contra sus intereses al grado de emprender una cruenta persecución religiosa contra los católicos.

Monseñor Romero no fue asesinado por apoyar la teología de la liberación, ni por estar a favor de los grupos revolucionarios, como tampoco por ser un “buen tonto útil” engañado por los intereses del comunismo internacional, una serie de pretextos repetidos ad nauseam por cuantos han querido sacar raja política de su asesinato desde distintas trincheras ideológicas.

Los teólogos, finalmente, lograron desactivar tanta estulticia. Los motivos que mueven el proceso de canonización de Romero son reconocibles por la simple razón y pueden ser causa de admiración para creyentes de cualquier confesión, así como por hombres y mujeres de buena voluntad.

Romero fue asesinado por odio a la fe católica, por seguir a Cristo, defender a los más pequeños, ser la voz de los que no tienen voz con fidelidad incuestionable al Evangelio y al Magisterio de la Iglesia. En suma, fue martirizado por dar supremo testimonio del Dios de la vida encarnado en el carpintero de Nazaret.

La politización de la figura de Romero no ayuda a comprender su grandeza. Para mejor entender, lo sugiero como historiador, es conveniente mirar a otros lados, fuera de la tragedia centroamericana de aquellos años. Pongo dos ejemplos.

Primero. La persecución comunista contra los líderes del proceso de liberación en Polonia, principalmente el martirio del padre Jerzy Popieluzko, asesinado en 1984, un hombre contemporáneo de Romero, quien enfrentaba a una dictadura no menos cruenta que la salvadoreña, asesinado también por razón de Estado en medio de una terrible persecución religiosa, declarado beato en 2010.

Segundo. La resistencia de muchos católicos contra la dictadura nazi antes y durante la Segunda Guerra Mundial. De manera especial hay que mirar al ahora beato arzobispo Clemens August Von Galen, conocido como el León de Münster, quien fuera el bastión de la conciencia del catolicismo alemán durante aquellos años y quien gozara del apoyo incondicional de Pío XII. No debemos olvidar que, después de los judíos, fueron los católicos quienes más vidas ofrendaron en los campos de concentración, hasta alcanzar la cifra de dos millones de personas.

Los últimos cien años de historia han sido de continuo martirio para los cristianos. Los poderosos de la tierra se han cebado contra los seguidores del Nazareno articulando bien pensadas persecuciones, abiertas o de baja intensidad, incluso en las llamadas democracias occidentales. La elevación de monseñor Romero a los altares honra y representa a cuantos han sido víctimas del terrorismo sin importar su origen o filiación.

El Papa Francisco beatificará a Oscar Arnulfo Romero e incluso, si lo cree conveniente, podría proclamarlo santo. Su elevación a los altares será motivo de gozo para la Iglesia más allá de las fronteras de América Latina, un acto de justicia y esperanza ante el infierno del terrorismo cualesquiera que sean los diablos en turno. La cruz de Cristo, digámoslo una vez más, ha vencido a la muerte.

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