Francisco ha señalado reiteradamente que la violencia, en cualquiera de sus formas, sólo puede derrotarse dando voz a lo mejor de las religiones y las culturas mediante el diálogo, palabras siempre acompañadas de su atrevido testimonio. Para lograrlo –ha insistido–, es necesario y urgente emprender un arduo trabajo autocrítico. La afirmación de los derechos, que comentamos la semana pasada, no es suficiente para provocar el encuentro.
Por un lado, en su autocrítica, las religiones deben condenar sin miramientos la violencia ejercida en nombre de Dios, al tiempo de promover lo mejor de sus tradiciones orientadas a la justicia, la paz y la dignidad. Un llamado que el Papa hizo explícito a los líderes musulmanes del orbe, algunos de los cuales ya han emprendido este camino lleno de dificultades, como ha señalado Nizar Dana.
El buen juez por casa empieza y Francisco recordó momentos oscuros en la historia de la Iglesia; pero también ponderó el camino realizado antes y después del Concilio Vaticano II. En suma, las religiones deben superar un pecado compartido mediante la confesión autocrítica, para abrir puertas a la redención.
Por otro lado, Francisco ha extendido la exigencia de la autocrítica a la racionalidad laicista y relativista dominante en Occidente, en explícita sintonía con las reflexiones de Benedicto XVI. Se trata de una mentalidad que desprecia a las religiones por considerarlas mal habidas subculturas, vestigios de un pasado que debe desaparecer o, por lo menos, ser sometido, por estar en guerra contra la razón.
Un encallecido prejuicio que lleva a buena parte de los académicos, intelectuales y políticos a vivir en permanente hostilidad contra las religiones y las personas de fe, mostrándose ciegos, sordos e insensibles ante sus formas de vida y legítimas demandas. Además, quienes se atreven a la crítica son descalificados o simplemente ignorados, cual ha sido el caso de Habermas.
La razón laicista, con su cantaleta relativista, se muestra incapaz de reconocer en el otro-religioso a un ser humano valioso y, por lo mismo, a un interlocutor confiable. Por el contrario, exige de las religiones su rendición incondicional. No podemos olvidar que en el pasado ya ha generado persecuciones religiosas de gran crueldad, cuyas víctimas se cuentan en millones, principalmente contra cristianos. Hoy, promueve formas de persecución de baja intensidad mediante la descalificación, la exclusión, el desprecio o la intimidación. El bullying cultural es violencia efectiva, aunque se esconda cobardemente tras las faldas de la libertad de expresión.
La soberbia con que políticos e intelectuales se desenvuelven ante las demás culturas, sostenida por su poder material, dominio sobre los organismos internacionales y los medios de comunicación, les lleva a promover una auténtica colonización ideológica denunciada con energía por el Papa. No tienen empacho, incluso, en condicionar ayudas elementales para favorecer su agenda, como han señalado los obispos africanos.
El relativismo no es tolerancia. Significa que los otros humanos son relativos ante la absolutización del narcisismo de la razón occidental. Una forma de ser que puede alcanzar un refinado fanatismo el cual, por ser políticamente correcto, pocos se atreven a denunciar.
Las palabras de Francisco son una denuncia y a la vez un llamado a la razón, ante una humanidad que parece extraviarse en los laberintos de la violencia que, por desgracia, resulta tan cotidiana en nuestro México.
Si escuchamos con atención, sus palabras son tan sencillas como las de un carpintero de Nazaret.
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