Con el “Miércoles de ceniza” dio inicio la Cuaresma, ocasión propicia para mejorar nuestra vida. Para vivir bien este tiempo de gracia, de especial cercanía con Dios, es tradicional que el Papa envíe un mensaje que nos ayude a disponernos mejor. La conversión a la que Dios nos invita a través de su vicario en la Tierra tiene en esta ocasión una tonalidad particular: desterrar de nuestro corazón la indiferencia.
Realmente supone un reto ambicioso, magnánimo, profundo. Muchas veces, el sistema nos empuja a vivir recluidos en nuestro egoísmo, a cerrar los ojos frente a las necesidades del prójimo, pensando sólo en lo nuestro, ¡bastante tenemos con nuestros problemas para hacernos cargo de los de los demás!; y sin embargo, esto no es cristiano. Frente a esta realidad, el Papa nos invita a orar audazmente pidiendo a Cristo: “Haz nuestro corazón semejante al tuyo”.
La conversión a la que nos invita el Papa durante esta Cuaresma busca hacer frente a la “globalización de la indiferencia”, en la que caemos casi sin darnos cuenta: “ocurre que cuando estamos bien y nos sentimos a gusto, nos olvidamos de los demás, no nos interesan sus problemas, ni sus sufrimientos, ni las injusticias que padecen… Entonces nuestro corazón cae en la indiferencia: yo estoy relativamente bien y a gusto, y me olvido de quienes no están bien”.
Indiferencia, observa agudamente Francisco, que no se da sólo con el prójimo, sino también con Dios mismo; somos muchas veces bastante más indiferentes con Dios que con el prójimo, y precisamente la Cuaresma es la ocasión propicia para poner remedio a esa ceguera y a esa dureza de corazón.
La propuesta papal no supone una invitación al activismo, al hacer por el hacer; implica algo más profundo, tiene su motor precisamente en el encuentro con Dios y de Dios se alimenta. “La Cuaresma es un tiempo propicio para dejarnos servir por Cristo y así llegar a ser como Él. Esto sucede cuando escuchamos la Palabra de Dios y cuando recibimos los sacramentos, en particular la Eucaristía. En ella nos convertimos en lo que recibimos: el cuerpo de Cristo. En él no hay lugar para la indiferencia”.
Dejarnos amar por Jesús, recibir de Él la fuerza para darnos a los demás supone entonces primero empaparnos de su Palabra y recibirlo en la Comunión, sólo de esa forma podremos hacer de nuestra vida una comunión, un don, una dádiva generosa a Dios y a los demás.
La auténtica vida de la Iglesia se convierte entonces en una escuela de comunión, en un camino para identificarnos poco a poco con Jesús, en la que “nadie posee sólo para sí mismo, sino que lo que tiene es para todos”.
¿Cómo es posible vivir así, chocando frontalmente esta forma de vida con lo que palpamos diariamente en la sociedad?
De nuevo la respuesta del Pontífice es marcadamente sobrenatural: “uniéndonos a la Iglesia del cielo en la oración”.
Lo primero es entonces la oración, pero una oración que no se da en solitario, sino que forma un armonioso coro que da gloria a Dios por la eternidad. “La Iglesia del cielo no es triunfante porque ha dado la espalda a los sufrimientos del mundo y goza en solitario. Los santos ya contemplan y gozan, gracias a que, con la muerte y la resurrección de Jesús, vencieron definitivamente la indiferencia, la dureza de corazón y el odio. Hasta que esta victoria del amor no inunde todo el mundo, los santos caminan con nosotros, todavía peregrinos. Santa Teresa de Lisieux, doctora de la Iglesia, escribía convencida de que la alegría en el cielo por la victoria del amor crucificado no es plena mientras haya un solo hombre en la tierra que sufra y gima”. Por eso ellos son nuestros aliados en la dura tarea de hacer del mundo un lugar de comunión.
Por último, el Papa desea que “nuestras parroquias y nuestras comunidades lleguen a ser islas de misericordia en medio del mar de la indiferencia”. Y para conseguirlo propone tres pasos: orar, gestos de caridad y conversión de corazón: “quiero pedir a todos que este tiempo de Cuaresma se viva como un camino de formación del corazón”.
Esperemos que muchas personas escuchen su llamado.
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