Se han cumplido dos años con Francisco. Ha sorprendido a propios y extraños. Ha consolidado un fuerte liderazgo en la Iglesia, entre la cristiandad y en el escenario internacional, hasta convertirse en una de las voces más autorizadas en el mundo. Su cercanía pastoral y misericordia traen entusiasmado al graderío, y a los católicos de un ala. Sin embargo, ha sido también un Papa desconcertante.
Los intelectuales y parte de los comentaristas occidentales no saben qué hacer con él, pues no cabe en la geometría política. No es de “izquierda”, pues mantiene posiciones encontradas con la progresía en temas como vida y familia, donde ha sido contundente, en línea con la tradición milenaria de la Iglesia; pero genera bocas torcidas entre las “derechas” por su fuerte denuncia de las injusticias sociales. En todos provoca entusiasmo cuando habla del tiempo de la misericordia, pero también cierta insatisfacción por sus inequívocas referencias al mal y al diablo, sin que parezcan entender que se trata de temas íntimamente vinculados.
Hasta ahora, en general, los comentaristas han solucionado el problema de análisis ignorando los dichos y hechos de Francisco que no cuadran con su perspectiva política. Los ejemplos podrían multiplicarse, pero basta observar cómo celebran su solidaridad con los migrantes, pero callan su denuncia del “crimen del aborto”; o bien lanzan vítores por su abrazo a los ancianos, pero resbalan su denuncia contra la economía que los desecha. Y así por el estilo.
El problema, creo, radica en la dificultad para comprender que Francisco es, por sobre cualquier circunstancia, un sacerdote católico de profunda espiritualidad y que desde ahí observa el mundo. Entre las confusiones he encontrado, incluso, quien se sorprende porque habla del pecado y la gracia, como si fueran palabras extrañas en boca de un Papa.
Ahora bien, que algunos analistas tengan el oído duro para el tema religioso me parece natural y no representa mayor problema. Me basta con la buena fe y el respeto que, en mi experiencia, habita en la inmensa mayoría. Ni me piden claudicar, ni yo lo exijo, abriendo horizontes insospechados al diálogo.
Menos comprensible me resulta cuando a los católicos nos sucede lo mismo. Basta pensar en la familia, el gran tema de este pontificado. El Papa es un decidido defensor del matrimonio entre hombre y mujer, según la naturaleza humana; y al mismo tiempo aprecia los problemas de la pareja, el matrimonio y la familia como tierra de misión en la cual urgen nuevas, decididas y muy valientes respuestas pastorales. Nunca ha planteado modificar la doctrina sobre el matrimonio; pero nos impulsa a ver la realidad con ojos de misericordia.
Esta aproximación al problema, católica cual más, genera desconcierto en algunos de mis hermanos, quienes parecen ceder ante una lectura política, o excesivamente disciplinaria, de la realidad. Cuando a los católicos, por nuestra práctica cívica, se nos puede meter objetivamente en un nicho de la geometría política, entonces la cosa no marcha bien. Otro asunto es que nos quieran meter a la fuerza. Somos signo de contradicción en medio de la cultura del descarte, o no podemos ser.
Francisco ha sacudido la Iglesia, no por ser un revolucionario en el sentido político, sino por ser profundamente ortodoxo. No ha cambiado nada sustancial de la Iglesia, tampoco de su doctrina, ni lo hará. Tan sólo ha iluminado el camino para que seamos más Iglesia. ¿Acaso hay algo más ortodoxo que la misericordia?
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