¿Es posible tanto amor por los enemigos?

El martirio de los cristianos en Medio Oriente y África nos conmueve. Forman comunidades que vienen de tiempos apostólicos y están atrapadas entre los engranes de una gran maquinaria política, cuyos intereses no alcanzamos a vislumbrar. Quienes la manejan pecan de acción y de omisión. Unos, porque son los verdugos; otros, porque voltean el rostro para hacer cálculos ajenos a la dignidad de las personas.

Las noticias son escasas en proporción a la tragedia y, lo más grave, suelen ocultar que las víctimas son cristianas. Este silencio las despoja de la identidad que da sentido a su muerte. ¿Podríamos imaginar el martirio de Monseñor Romero desprendido de su fe? Son ellos quienes llenan de sentido sus propias vidas por el martirio y, al hacerlo, hacen posible la esperanza de las comunidades que les sobreviven, familiares y amigos que cargarán con el dolor y las privaciones derivadas de su partida. Quienes callan o disimulan a sabiendas, pecan gravemente contra la justicia.

Poco a poco, en virtud de los distintos agentes pastorales que ahí viven o acuden para ayudar y consolar, empezamos a conocer el testimonio de las personas que forman aquellas iglesias. Sabemos que su humanidad se encuentra gravemente comprometida, que sus sentimientos brotan a la superficie como burbujas de agua hirviente. ¿Quién podría evadir el temor, la rabia y el resentimiento en semejantes circunstancias?

Y sin embargo, sin negar un punto su condición, han decidido emprender el doloroso y difícil camino del perdón. Lo hacen por la cruz de Cristo en quien creen y por el cual enfrentan las adversidades. ¿Cómo es posible que al martirio del dolor, la supervivencia y la agresión injusta, le siga la escarpada pendiente del perdón, remontada con oraciones para quienes les clavan el puñal en el corazón, les matan a sus seres queridos y asesinan su milenaria cultura?

Sabemos del testimonio de numerosos cristianos, que han muerto entonando himnos de alabanza a Dios, rezando, con rostros serenos, pletóricos de dignidad, así como los jóvenes kenianos, etíopes, egipcios quienes murieron alabando a Cristo en compañía de sus amigos. También nos enteramos que, entre los etíopes asesinados por el Estado Islámico, se encontraba un musulmán de nombre Jamal Rahman, ejecutado por negarse a abandonar a sus amigos cristianos. Sus verdugos quisieron justificarse aduciendo su conversión. Patrañas. Jamal murió musulmán y así dignificó a sus amigos y a su fe. Un hombre sencillo, justo entre los justos. El martirio de tantos nos provoca, nos cuestiona, nos mueve las entrañas a la misericordia.

Quedo vencido. ¿Es posible tanto amor por los enemigos? Acaricio la superficie del misterio. Sólo en la Cruz se torna posible, incluso razonable, semejante amor. Por la Cruz se puede comprender su grandeza prescindiendo incluso de la revelación. Es verdad. Somos testigos. Cuando Jesús fue elevado en el árbol de la cruz atrajo hacia él a hombres y mujeres de todas las naciones. Empiezo a comprender, entre brumas, en virtud de la sangre de mis hermanos, que eso incluye también a muchos que no creen en Cristo; pero que sí respetan su cruz y a cuantos mueren abrazados a ella.

La cruz es un misterio al cual debemos aproximarnos desde el silencio reverencial. Sólo por la contemplación de la víctima inocente podremos crear una sociedad como Dios manda o, si usted prefiere, conforme a las razones de la justicia que siempre empalman con la misericordia.

 

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