Fallecido recientemente, el Cardenal Francis George fue claramente un líder de la Iglesia Católica estadounidense en los últimos años, un punto de referencia firme para los católicos de aquel país, no sólo por haber sido presidente de la Conferencia Episcopal y Arzobispo de Chicago, sino también por su talante intelectual.
Su deceso ha “resucitado” una frase suya pronunciada en 2012, que se ha vuelto viral por segunda vez, y la verdad, da bastante qué pensar: “Yo espero morir en cama, pero mi sucesor morirá en prisión y su sucesor morirá mártir en una plaza pública”.
La primera parte de la profecía, la más fácil de cumplir, se cumplió ya, pero queda en pie la incógnita sobre si el resto se trata de una exageración, o por el contrario, de una clarividencia cuasi-profética.
Es verdad que el mensaje final de su frase, que no se ha difundido tanto, era más bien esperanzador: “Su sucesor recogerá los restos de una sociedad en ruinas y lentamente ayudará a reconstruir la civilización, como ha hecho la Iglesia tantas veces a lo largo de la historia”.
Leer “los signos de los tiempos” nunca ha sido fácil, y la Teología de la Historia es, por demás, sugerente. Pero no dejan de ser inquietantes los acentuados tintes que va tomando el secularismo contemporáneo, cada vez más radical e intolerante, hecho que invita a pensar en la verosimilitud de su profecía.
No se trata sólo de que personas revestidas de poder busquen eliminar todo vestigio cristiano de la sociedad desde sus influyentes sedes, sino también que bastantes jóvenes asumen, más o menos espontánea y acríticamente, el modelo secularista de pensar, en el cual no hay lugar para la religión en el mundo, o si lo hay, es mínimo, y muchas veces incluso, motivo de reserva o vergüenza.
No se trata de una “hipótesis del complot” o una “teoría de la conspiración”. Basta leer las noticias prestando atención a lo que callan (por ejemplo el genocidio cristiano en Oriente Medio y África), y lo que difunden.
Para muchos, la Iglesia Católica es el único obstáculo firme que les impide obtener pingües beneficios: las farmacéuticas que comercializan la “píldora del día después”, los preservativos, las clínicas abortistas, con todo su oscuro negocio que genera ganancias millonarias, están claramente empeñadas en difundir la falsa idea de que se trata sólo de cuestiones doctrinales particulares que la Iglesia quiere imponer. Muchos católicos, letrados incluso, se lo han creído. Y por ello, esas compañías hacen lobby político y financian campañas publicitarias con la idea de desprestigiar a la Iglesia, presentándola como impositiva, enemiga de la libertad y de la alegría de vivir, cargada de imposiciones arbitrarias. Bastantes jóvenes se han comido el engaño.
Políticamente también están ganando terreno, amordazando a la Iglesia y limitando drásticamente la libertad de expresión. Eso es ya una realidad en Europa, donde se tienen que medir milimétricamente las palabras al hablar, por ejemplo, de la homosexualidad. La susceptibilidad en este rubro es enfermiza y las reacciones desproporcionadas, llegando incluso al ámbito penal o civil.
Estados Unidos, por su parte, que desde su fundación ha sido paladín de la libertad religiosa (esa podría ser su identidad última), que tiene el nombre de Dios hasta en el dólar, parece inclinarse en esa dirección.
De nuevo no se trata de teorías fatídicas. Hillary Clinton, posiblemente la candidata demócrata más sólida para contender por la presidencia en las próximas elecciones, recientemente declaró: “Los códigos culturales profundamente enraizados, las creencias religiosas y las fobias estructurales han de modificarse. Los gobiernos deben emplear sus recursos coercitivos para redefinir los dogmas religiosos tradicionales”.
Uno podría pensar que la frase queda bien en labios de Mao, Stalin o Hitler; pero no, están en los de una potencial presidente de Estados Unidos. Las palabras del Cardenal George adquieren credibilidad cuando el poderío económico y político de la nación más potente del mundo se pone al servicio de la difusión e imposición unilateral y arbitraria del secularismo.
Pero no debemos olvidar la última parte de la “profecía”, ni que nada escapa al cuidado providente de Dios.
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