El Adolescente Juan (8)

Te presentamos ahora otro fabuloso libro del Padre Carlos Chávez Shelly: “El adolescente Juan”, dirigido –como él mismo lo dice– a los jóvenes, quienes pueden ver en Juan evangelista, el adolescente, una vida testimonial que les puede ser enriquecedora. (Parte 8)

8. LA CRUZ

Juan es el único de los once apóstoles (ya no estaba el traidor Judas que salió precipitadamente de la cena). ¿Dónde están los otros diez? Tal vez se han quedado por prudencia, bastante lejos del Calvario. Prefirieron no asistir a la ejecución que es un espectáculo horrible; en especial para ellos que aman a Jesús y que han gozado de su confianza, es una escena particularmente tremenda. O quizá porque tienen sencillamente miedo. No es muy glorioso, pero es humano.

Es posible que Juan también tuviera miedo. Sabe que el jefe de los guardias se puede dirigir a él y preguntarle:

– “¿Tú qué Haces aquí?, ¿quién eres tú?”.

Detenerlo como cómplice del condenado y, sin más explicaciones, mandar que lo prendan. Juan ha pensado ese riesgo. No obstante, no tiene ningún momento de vacilación: su Maestro va a morir; lo acompañará hasta el final.

“La solución es amar. San Juan Apóstol escribe unas palabras que a mí me hieren mucho <qui autem timet, non est perfectus in caritate>. Yo lo traduzco así. Casi al pie de la letra: el que tiene miedo, no sabe querer. Luego tú, que tienes amor y sabes querer, ¡no puedes tener miedo a nada! – ¡Adelante!” (Forja 260).

Así pues, Juan ha visto la flagelación sangrienta, a Jesús llevar sobre sus hombros la Cruz. Juan ha visto el agotamiento de Jesús, vacilando a los largo de ese camino pendiente, cayéndose y levantándose cada vez con mayor dificultad.

Juan está allí, cerca de la Cruz, asistiendo a ese horrible espectáculo. Es el único hombre con un pequeño grupo de mujeres.

Es verdad que Jesús ama a Juan y que Juan ama a Jesús. Como un hombre puede amar, con el corazón, la inteligencia y todas las fibras de su ser, a otro hombre que es su amigo. Y por eso está Juan allí, cerca de esa Cruz en la que han clavado al que venera como Maestro y al que quiere como un hermano. Le ha parecido impensable que pudiera dejarle solo en el momento del suplicio.

Cuando los clavos penetraron en las muñecas de Jesús, fue en sus propia muñecas donde penetraron. Cuando Jesús intenta enderezarse apoyándose en sus pies atravesados para tratar de aliviar las articulaciones de los hombros, que sostienen dolorosamente todo el peso del cuerpo, siente Juan en sus propios pies ese fulgurante dolor. Cuando Jesús empieza a ahogarse, lo cual anuncia la asfixia total, los propios pulmones de Juan buscan el aire…

Medio cegado por la sangre que ha fluido abundantemente de las heridas abiertas por las largas espinas de su infamante corona, desgarrado por el intolerable dolor de sus muñecas y de sus pies taladrados, Jesús respira cada vez con mayor dificultad. Viendo a su Madre y a su lado al discípulo que más amaba, encuentra aún fuerzas para decir a María:

– “Mujer, ahí tienes a tu hijo”.

Después, dice a Juan:

– “Ahí tienes a tu Madre”.

Jesús, en ese momento, hace a María madre no de un solo hombre, Juan, sino de todos los creyentes. En el momento en que va a morir, el Hijo de Dios enraiza la fe de los creyentes en relaciones nuevas entre Él y nosotros por medio de ese hermano adoptivo en el que Juan se convierte de repente…

Ese “ahí está tu madre” no fueron solamente unas de las últimas palabras de Jesús antes de entregar el último suspiro. Para Juan, se trata de una orden y la va a ejecutar al pie de la letra. Tenemos la prueba indiscutible en esta frase, escrita mucho después, en la que, hablando de él en tercera persona, concreta: “Y desde esa hora el discípulo la llevó a su casa”.

Con sobrenatural intuición, San Josemaría escribió: “Estoy persuadido de que Juan, el Apóstol joven, permanece al lado de Cristo en la Cruz, porque la Madre lo arrastra: ¡tanto puede el Amor de Nuestra Señora!” (Forja 589).

Para poder permanecer al pie de nuestras cruces diarias –enfermedades, la muerte de nuestros seres queridos, la dureza del trabajo bien hecho, del estudio serio y constante, la resistencia ante un ambiente hostil y agresivo, el ayudar a los demás a acercarse a Cristo y a sus sacramentos aunque haya resistencias, la soledad, la pobreza, la incomprensión de los buenos, etc. – lo que hay que hacer es “dejarnos arrastrar” por María, cuidando con esmero nuestras diarias devociones marianas: el rezo del Santo Rosario (contemplando unos segundos cada misterio, que es lo esencial), el saludo a la nueva Madre que tenemos, con el Ángelus; el pedirle con humildad la virtud de la santa pureza todas la noches rezándole tres veces el Ave María; nuestro escapulario del Carmen, etc. Juan se llevó consigo, a su casa a María: nosotros podemos ir a visitarla a su casa de vez en cuando, a la Basílica de Guadalupe u a otra iglesia dedicada a ella, llevando a nuestros amigos a que se encuentren con Ella cara a cara y cambien sus vidas.

La tarde del viernes, después de la sepultura de Jesús, Juan tal vez llevó allí a la Virgen. Aquella tarde, una nueva vida empieza para el “discípulo amado”: una vida muy larga sin Cristo en la tierra, y, sin embargo, estrechamente unida a Cristo, por la presencia de María su madre.

 

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