Francisco ha sido muy claro: para un católico la política “es un martirio”, pero al mismo tiempo los católicos “deben involucrarse ahí, aunque se ensucien un poco”. En otras palabras, señala con agudeza y espontaneidad –pues fueron palabras improvisadas– la gravedad de los “pecados de omisión”; es decir, las cosas que Dios esperaba que hiciéramos y no hicimos para “no ensuciarnos las manos”.
En el fondo, se trata de una invitación a preocuparse menos por estar puros e íntegros y más por comprometernos decididamente en mejorar el mundo (sin que sean cosas contrapuestas obviamente). Esa es la vocación de los seglares: ordenar los asuntos temporales según Dios.
Ahora bien, no se trata en la perspectiva papal, ni por supuesto en la doctrina católica, de caer en una teocracia, o peor aún, en el clericalismo, entendido como desorden del estado clerical por el cual se inmiscuye en asuntos que no son de su incumbencia. No es misión del clero, ni es misión de la Iglesia dedicarse a la política. Su misión es mucho más alta: “La Iglesia es la comunidad de cristianos que adora al Padre, va en la senda del Hijo y recibe el don del Espíritu Santo. No es un partido político”, dice el Papa.
La cuestión es más simple, se trata de comprometerse con sentido de responsabilidad: “Yo, católico, ¿miro desde el balcón? ¡No se puede mirar desde el balcón! ¡Involúcrate ahí! Da lo mejor, el Señor te llama a esa vocación, haz política: te hará sufrir, por ahí te hará pecar, pero el Señor está contigo. Pide perdón y sigue adelante”.
Todos los laicos deberían participar activamente en esa gran labor de construir una sociedad más humana. Algunos de ellos, por vocación, deberán hacerlo en la política; pero al hacerlo no deberán olvidar que son católicos –peligro bastante frecuente– ya sea por cobardía o por fragilidad en sus principios. No quiere decir esto que no son libres, o que siguen dictámenes de la jerarquía, o que actúan como mandados y sin espontaneidad. Significa simplemente que tienen una identidad bien definida, de la cual no deberían avergonzarse, pues supone un tesoro, una valiosa aportación a la sociedad.
El camino no es fundar un “partido católico”, es decir, hacer un ghetto de católicos, lo que supone aislarse, distinguirse. Ni teocracia ni grumo aislado dentro del tejido social. La solución es diferente: tener la preocupación de participar libre y espontáneamente en la vida social, y si es posible, en la política.
“Pero, ¿un católico puede hacer política? ¡Debe! Pero, ¿un católico puede involucrarse en política? ¡Debe!” Es decir, tiene que participar, tener capacidad de compromiso, saber transmitir e impregnar con sus ideales la sociedad.
No en vano recordó al beato Pablo VI cuando afirmaba que “la política es una de las formas más altas de la caridad, porque busca el Bien común”. De hecho, y lo vemos cotidianamente, mucho depende de las decisiones políticas: la defensa de la vida, la forma que adquiere la familia, la educación, los valores que se promueven en la sociedad, etc. Por ello, es criminal abstenerse, bajo la excusa quizá de que “todo está corrompido”.
Francisco sale al encuentro de este ardid: “Pero, padre, hacer política no es fácil, porque en este mundo corrupto… finalmente no puedes salir adelante… ¿Qué me quieres decir, que hacer política es un poco un martirio? Sí. Eh, si: es una forma de martirio”.
Volvió a recordar que la política es también camino de santidad –¡cómo olvidar a Santo Tomás Moro! –, “se puede ser santo haciendo política”. En efecto, no es fácil hacer frente con visión sobrenatural a “la cruz de tantos fracasos”, o ser testigo de “tantos pecados”.
En definitiva, el Papa es realista y se da perfectamente cuenta de que es difícil influir positivamente en la sociedad “sin ensuciarse un poco las manos y el corazón”. Pero ello no debería retraernos; el camino del cristiano no es de hipocresía o de doble vida, sino de conversión continua, de un comenzar y recomenzar, confiados en la Palabra de Dios, que nos haga “inasequibles al desaliento” (en palabras de San Josemaría).
Francisco insiste: “Por esto debes ir a pedir perdón, y que no te desanime”, es decir, una buena confesión y a tirar para adelante, a seguir arrimando el hombro, con hambres de cargar con el peso de la sociedad, la cultura, la civilización.
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