A más de cuatro siglos de su obra humanista, que afirmó la calidad racional que los conquistadores negaban a los indígenas de la Nueva España, recordamos con gratitud y veneración a Don Vasco de Quiroga, por impulsarlos a superar la postración en que los habían confinado, y a vivir organizada, social y democráticamente, en aquella época de idolatría y canibalismo.
El 14 de marzo se cumplieron 450 años de su muerte, ocurrida tras recorrer varias veces su vastísima diócesis de 175 mil kilómetros cuadrados, que iba del Pacífico al Golfo de México y comprendía todo Michoacán, Colima, Guanajuato y San Luis Potosí y parte de Jalisco, Guerrero y Tamaulipas.
Destacado abogado, llegó a Nueva España en 1531, nombrado por Carlos V oidor de la Segunda Audiencia, a salvar a los indios de la opresión de encomenderos y gobernantes y, sobre todo, de la crueldad del sanguinario Nuño de Guzmán, presidente de la Primera Audiencia.
Se dio de inmediato a la tarea de escuchar con afabilidad y buen trato a los indios para hacerles justicia, e informó al Consejo de Indias: “siempre están conmigo cuatro de los jueces mayores suyos, para que vean lo que pasa e informen de sus costumbres”.
Su primer contacto con los tarascos fue en 1532, cuando la Segunda Audiencia lo envió a inspeccionar a Michoacán, convulsionado por el asesinato del rey Sinzicha Tangaxuan, ordenado por Nuño de Guzmán, tras torturarlo para que dijera dónde guardaba el oro.
Auxiliado por intérpretes, se reunió con el gobernador y principales del pueblo para oír quejas y reclamos, en asambleas “cada vez más numerosas”, y “sus labios destilaban miel y suavidad”.
Les expuso los beneficios de vivir en orden y “policía” (orden social), su experiencia en el pueblo-hospital cercano a Tenochtitlán, y los animó a fundar otro en su provincia e invitó a dejar la idolatría y vicios, por las grandes ventajas de vivir en una sociedad organizada y de los frutos del trabajo.
Ellos se maravillaban de la vida austera y sabiduría del licenciado Quiroga y su apego a la oración y trabajo para resolver sus problemas, y de que le conmovía su penosa situación y les ayudaba en sus múltiples asuntos. Por eso muchos indios le pedían consejo y daban sus ídolos de madera.
Con especial esmero atendió a huérfanos y pobres; fundó para ello de su propio pecunio, cerca de la capital virreinal, el Hospital de Santa Fe –donde hoy está lo más exclusivo del DF– e implantó un nuevo modelo de organización comunitaria, de autoabastecimiento, trabajo y autogobierno democrático, evangelizadora, civilizadora, humanista, y la repitió en Santa Fe de Michoacán, en la ribera del Lago de Pátzcuaro.
Dictó Ordenanzas para estos pueblos-hospitales, que reprodujo parcialmente en Nurio, Pátzcuaro, Angahuan, Uruapan y Zacán.
Se dijo que se inspiró en la “Utopía” de Tomás Moro, el santo canciller inglés, sacrificado por Enrique VIII por oponerse a separar el imperio de la Iglesia Católica y al divorcio del monarca de Catalina de Aragón para casarse con Ana Bolena.
Distintos a esos hospitales fueron los de la Concepción que fundó en unos 30 pueblos de la diócesis, donde todos ayudaban a atender a los enfermos según sus posibilidades.
Otras instituciones sociales que sembró, las Huatáperas, con clínica anexa, eran espacios donde las autoridades deliberaban sobre los problemas del pueblo como en república de indios, recibían a los huéspedes y eran centro de acopio de granos para los años de sequía y escasez de alimentos.
Revolucionario y vanguardista en su tiempo, cuidó especialmente formar a la mujer, fuera de demagogias de liberación, por considerarla parte esencial la recomposición social y del hogar.
Los tarascos empezaron a llamarle “Tata”, diminutivo cariñoso de papá, lejos de afanes demagógicos.
Los tarascos y otras razas, como los chichimecas, “nunca conquistados ni ganados” por los españoles, fueron “venidos al buen olor de la bondad y piedad cristiana con sus hijos y mujeres, dejando su vida salvaje”, según cita García Icazbalceta.
A 4 años de llegar a Nueva España fue nombrado por el Papa Paulo II primer obispo de Michoacán. Como era laico, recibió todas las órdenes sagradas hasta el episcopado, de Fray Juan de Zumárraga, primer Arzobispo de México.
En su labor pastoral publicó un “Manual de Adultos” y un Catecismo para los tarascos, con sugerencias prácticas de cómo plasmar los principios religiosos en la vida familiar y diaria, y engendró estructuras de gobierno para elegir a los miembros del cabildo y otros cargos, fijar sueldos y resolver disputas.
Así, cambió la estructura jerárquica de la nobleza tarasca, menguó sus privilegios y logró la identidad colectiva y solidaridad indígena ante los españoles, que perduró por siglos hasta que la rompieron los ataques a las instituciones.
Aparecieron actores políticos de fe actuante, ejemplo de cristianos en la vida pública, que antes tenían vedada toda participación en los gobiernos.
Don Vasco llevó a los pueblos maestros agrícolas y artesanales, incluso algunos hispanos, para impulsar y crear empresas familiares que empezaron a vender sus productos a los vecinos; ya no dependían de los frutos de la tierra, difíciles de exportar por perecederos. Así atrajeron riqueza, desarrollaron auténticos emporios familiares de artesanías típicas de cada sitio, que hoy maravillan por su belleza a México y al mundo.
Ejemplos: las lacas de madera de Uruapan y Quiroga; guitarras y muebles de Paracho; utensilios de cobre de Santa Clara; azadones, hachas y candelabros de Erongarícuaro y Jarácuaro; herrería y cerrajería de San Felipe; tejidos de lana de Capácuaro, Aranza y Nurio; de las islas y pueblos ribereños del Lago de Pátzcuaro las mallas y chinchorros para pescar el pez blanco, hoy en extinción, e infinidad de productos peculiares de los pueblos.
16 años antes que el Concilio de Trento ordenara a cada diócesis tener seminario, en 1540 fundó el suyo en Pátzcuaro, el Real y Primitivo Colegio de San Nicolás (hoy Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, de la que han salido muchos prohombres, como Hidalgo y Morelos) que forjó sacerdotes expertos en Teología y las lenguas autóctonas purépecha, náhuatl, cuitlateca, pirinda, pame, otomí y mazahua.
Para conmemorar 450 años de su muerte, a 95 años, del 12 al 14 de marzo pasado hubo en Morelia y Pátzcuaro un congreso con actos litúrgicos, ponencias y un concierto, presidido por los cardenales arzobispos Ricardo Blázquez, de Valladolid (España), y Alberto Suárez Inda, de Morelia.
Es lamentable que no se escuchara a laicos, por quienes Tata Vasco tanto se preocupó, ni clérigos tarascos, a cuya formación dio trato preferencial, pues fueron indispensables colaboradores en su labor pastoral admirable.
El 10 de noviembre de 1997 Mons. Suárez Inda inició su proceso diocesano de canonización en Morelia. Una vez culminado, lo introdujo en Roma ante la Congregación de las Causas de los Santos, el 29 de abril de 2014. Esperemos el fallo favorable del Papa Francisco, tras el estudio de una documentación centenaria.
Qué daríamos por que los obispos y gobernantes continuaran su misión evangelizadora, libertaria, civilizadora y de organización social y política de los tarascos, con eminente raigambre humanista, e imitaran su probidad.
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