Discurso del Papa Francisco en el Encuentro con Sacerdotes, Religiosos, Religiosas y Seminaristas, en el Coliseo del Colegio Don Bosco, en Santa Cruz de la Sierra, Bolivia, el 9 de julio de 2015.
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Queridos hermanos y hermanas, buenas tardes:
Estoy contento con este encuentro con ustedes para compartir la alegría que llena el corazón y la vida entera de los discípulos misioneros de Jesús. Así lo han manifestado las palabras de saludo de Mons. Roberto Bordi, y los testimonios del Padre Miguel, de la hermana Gabriela y del seminarista Damián. Muchas gracias por compartir la propia experiencia vocacional.
Y en el relato del Evangelio de Marcos hemos escuchado también la experiencia de otro discípulo Bartimeo, que se unió al grupo de los seguidores de Jesús. Fue un discípulo de última hora. Era el último viaje, que el Señor hacía de Jericó a Jerusalén, adonde iba a ser entregado. Ciego y mendigo, Bartimeo estaba al borde del camino –¡más exclusión imposible!–, marginado, y cuando se enteró del paso de Jesús, comenzó a gritar, se hizo sentir, como esa buena hermanita que con la batería se hacía sentir y decía: “Aquí estoy”. Te felicito, tocás bien.
En torno a Jesús iban los apóstoles, los discípulos, las mujeres que lo seguían habitualmente, con quienes recorrió durante su vida los caminos de Palestina para anunciar el Reino de Dios y una gran muchedumbre. Si traducimos esto forzando el lenguaje, en torno a Jesús iban los obispos, los curas, las monjas, los seminaristas, los laicos comprometidos, todos los que lo seguían, escuchando a Jesús, y el pueblo fiel de Dios.
Dos realidades aparecen con fuerza, se nos imponen. Por un lado, el grito, el grito del mendigo y, por otro, las distintas reacciones de los discípulos. Pensemos las distintas reacciones de los obispos, los curas, las monjas, los seminaristas a los gritos que vamos sintiendo o no sintiendo. Parece como que el evangelista nos quisiera mostrar cuál es el tipo de eco que encuentra el grito de Bartimeo en la vida de la gente, en la vida de los seguidores de Jesús; cómo reaccionan frente al dolor de aquél que está al borde del camino, que nadie le hace caso –no más le dan una limosna– de aquel que está sentado sobre su dolor, que no entra en ese círculo que está siguiendo al Señor.
Son tres las respuestas frente a los gritos del ciego, y hoy también estas tres respuestas tienen actualidad. Podríamos decirlo con las palabras del propio Evangelio: “pasar”, “calláte”, “ánimo, levantáte”.
1. “Pasar”. Pasar de largo, y algunos porque ya no escuchan. Estaban con Jesús, miraban a Jesús, querían oír a Jesús. No escuchaban. Pasar es el eco de la indiferencia, de pasar al lado de los problemas y que éstos no nos toquen. No es mi problema. No los escuchamos, no los reconocemos. Sordera. Es la tentación de naturalizar el dolor, de acostumbrarse a la injusticia. Y sí, hay gente así: Yo estoy acá con Dios, con mi vida consagrada, elegido por Jesús para el ministerio y, sí, es natural que haya enfermos, que haya pobres, que haya gente que sufre, entonces ya es tan natural que no me llama la atención un grito, un pedido de auxilio. Acostumbrarse. Y nos decimos: Es normal, siempre fue así, mientras a mí no me toque, –pero eso entre paréntesis–. Es el eco que nace en un corazón blindado, en un corazón cerrado, que ha perdido la capacidad de asombro y, por lo tanto, la posibilidad de cambio. ¿Cuántos seguidores de Jesús corremos este peligro de perder nuestra capacidad de asombro, incluso con el Señor? Ese estupor del primer encuentro como que se va degradando, y eso le puede pasar a cualquiera, le pasó al primer Papa: “¿Adónde vamos a ir Señor si tú tienes palabras de vida eterna?”. Y después lo traicionan, lo niega, el estupor se le degradó. Es todo un proceso de acostumbramiento. Corazón blindado. Se trata de un corazón que se ha acostumbrado a pasar sin dejarse tocar, una existencia que, pasando de aquí para allá, no logra enraizarse en la vida de su pueblo simplemente porque está en esa elite que sigue al Señor.
Podríamos llamarlo, la espiritualidad del zapping. Pasa y pasa, pasa y pasa, pero nada queda. Son quienes van atrás de la última novedad, del último bestseller pero no logran tener contacto, no logran relacionarse, no logran involucrarse incluso con el Señor al que están siguiendo, porque la sordera avanza.
Ustedes me podrán decir: «Pero esa gente estaba siguiendo al Maestro estaba atenta a las palabras del Maestro. Lo estaba escuchando a él». Creo que eso es de lo más desafiante de la espiritualidad cristiana, como el evangelista Juan nos lo recuerda: ¿Cómo puede amar a Dios, a quien no ve, el que no ama a su hermano, a quien ve? (1 Jn 4, 20b). Ellos creían que escuchaban al Maestro, pero también traducían, y las palabras del Maestro pasaban por el alambique de su corazón blindado. Dividir esta unidad –entre escuchar a Dios y escuchar al hermano– es una de las grandes tentaciones que nos acompañan a lo largo de todo el camino de los que seguimos a Jesús. Y tenemos que ser conscientes de esto. De la misma forma que escuchamos a nuestro Padre es como escuchamos al Pueblo fiel de Dios. Si no lo hacemos con los mismos oídos, con la misma capacidad de escuchar, con el mismo corazón, algo se quebró.
Pasar sin escuchar el dolor de nuestra gente, sin enraizarnos en sus vidas, en su tierra, es como escuchar la Palabra de Dios sin dejar que eche raíces en nuestro interior y sea fecunda. Una planta, una historia sin raíces es una vida seca.
2. Segunda palabra: “Calláte”. Es la segunda actitud frente al grito de Bartimeo. “Calláte, no molestes, no disturbes, que estamos haciendo oración comunitaria, que estamos en una espiritualidad de profunda elevación. No molestes, no disturbes”. A diferencia de la actitud anterior, ésta escucha ésta reconoce, toma contacto con el grito del otro. Sabe que está y reacciona de una forma muy simple, reprendiendo. Son los obispos, los curas, los monjes, los Papas del dedo así [el dedo en señal amenazadora]. En Argentina decimos de las maestras del dedo así: “Ésta es como la maestra del tiempo de Yrigoyen, que estudiaban la disciplina muy dura”. Y pobre Pueblo fiel de Dios, cuántas veces es retado, por el mal humor o por la situación personal de un seguidor o de una seguidora de Jesús. Es la actitud de quienes, frente al Pueblo de Dios, lo están continuamente reprendiendo, rezongando, mandándolo callar. Dale una caricia, por favor, escuchálo, decíle que Jesús lo quiere. “No, eso no se puede hacer”. “Señora, saque al chico de la iglesia que está llorando y yo estoy predicando”. Como si el llanto de un chico no fuera una sublime predicación.
Es el drama de la conciencia aislada, de aquellos discípulos y discípulas que piensan que la vida de Jesús es sólo para los que se creen aptos. En el fondo hay un profundo desprecio al santo Pueblo fiel de Dios: “Este ciego qué tiene que meterse, que se quede ahí”. Parecería lícito que encuentren espacio solamente los “autorizados”, una “casta de diferentes”, que poco a poco se separa, se diferencia de su Pueblo. Han hecho de la identidad una cuestión de superioridad. Esa identidad que es pertenencia se hace superior, ya no son pastores sino capataces: “Yo llegué hasta acá, ponte en tu sitio”. Escuchan pero no oyen, ven pero no miran.
Me permito un anécdota que viví hace como… año 75, en tu diócesis, en tu arquidiócesis. Yo le había hecho una promesa al Señor del Milagro de ir todos los años a Salta en peregrinación para El Milagro si mandaba 40 novicios. Mandó 41. Bueno, después de una concelebración – porque ahí es como en todo gran santuario, misa tras misa, confesiones y no parás, yo salía hablando con un cura que me acompañaba, que estaba conmigo, había venido conmigo, y se acerca una señora, ya a la salida, con unos santitos, una señora muy sencilla, no sé, sería de Salta o habrá venido de no sé dónde, que a veces tardan días en llegar a la capital para la fiesta de El Milagro: “Padre, me lo bendice” –le dice al cura que me acompañaba–. “Señora usted estuvo en misa”. “Sí, padrecito”. “Bueno, ahí la bendición de Dios, la presencia de Dios bendice todo, todo, las…” “Sí, padrecito, sí, padrecito.”. “Y después la bendición final bendice todo”. “Sí, padrecito, sí, padrecito”. En ese momento sale otro cura amigo de éste, pero que no se habían visto. Entonces: “¡Oh!, vos acá”. Se da la vuelta y la señora que no sé cómo se llamaba –digamos la señora ‘sí, padrecito’– me mira y me dice: “Padre, me lo bendice usted”.
Los que siempre le ponen barreras al Pueblo de Dios, lo separan. Escuchan pero no oyen, le echan un sermón, ven pero no miran. La necesidad de diferenciarse les ha bloqueado el corazón. La necesidad, consciente o inconsciente, de decirse: “Yo no soy como él, no soy como ellos”, los ha apartado no sólo del grito de su gente, ni de su llanto, sino especialmente de los motivos de la alegría. Reír con los que ríen, llorar con los que lloran, he ahí, parte del misterio del corazón sacerdotal y del corazón consagrado. A veces hay castas que nosotros con esta actitud vamos haciendo y nos separamos.
En Ecuador, me permití decirle a los curas que, por favor –también estaban las monjas–, que, por favor, pidieran todos los días la gracia de la memoria de no olvidarse de dónde te sacaron. Te sacaron de detrás del rebaño. No te olvides nunca, no te la creas, no niegues tus raíces, no niegues esa cultura que aprendiste de tu gente porque ahora tienes una cultura más sofisticada, más importante. Hay sacerdotes que les da vergüenza hablar su lengua originaria y entonces se olvidan de su quechua, de su aymará, de su guaraní: “Porque no, no, ahora hablo en fino”. La gracia de no perder la memoria del Pueblo fiel. Y es una gracia. El libro del Deuteronomio, cuántas veces Dios le dice a su Pueblo: “No te olvides, no te olvides, no te olvides”. Y Pablo, a su discípulo predilecto, que él mismo consagró obispo, Timoteo, le dice: “Y acordáte de tu madre y de tu abuela”.
3. La tercera palabra: “Ánimo, levántate”. Y este es el tercer eco. Un eco que no nace directamente del grito de Bartimeo, sino de la reacción de la gente que mira cómo Jesús actuó ante el clamor del ciego mendicante. Es decir, aquellos que no le daban lugar al reclamo de él, no le daban paso, o alguno que lo hacía callar… Claro, cuando ve que Jesús reacciona así, cambia: “Levántate, te llama”.
Es un grito que se transforma en Palabra, en invitación, en cambio, en propuestas de novedad frente a nuestras formas de reaccionar ante el santo Pueblo fiel de Dios.
A diferencia de los otros, que pasaban, el Evangelio dice que Jesús se detuvo y preguntó: ¿Qué pasa? ¿Quién toca la batería?”. Se detiene frente al clamor de una persona. Sale del anonimato de la muchedumbre para identificarlo y de esa forma se compromete con él. Se enraíza en su vida. Y lejos de mandarlo callar, le pregunta: Dime, “qué puedo hacer por vos”. No necesita diferenciarse, no necesita separarse, no le echa un sermón, no lo clasifica y le pregunta si está autorizado o no para hablar. Tan solo le pregunta, lo identifica queriendo ser parte de la vida de ese hombre, queriendo asumir su misma suerte. Así le restituye paulatinamente la dignidad que tenía perdida, al borde del camino y ciego. Lo incluye. Y lejos de verlo desde fuera, se anima a identificarse con los problemas y así manifestar la fuerza transformadora de la misericordia. No existe una compasión, una compasión, no una lástima, –no existe una compasión que no se detenga. Si no te detienes, no padeces con, no tienes la divina compasión. No existe una compasión que no escuche. No existe una compasión que no se solidarice con el otro. La compasión no es zapping, no es silenciar el dolor, por el contrario, es la lógica propia del amor, el padecer con. Es la lógica que no se centra en el miedo sino en la libertad que nace de amar y pone el bien del otro por sobre todas las cosas. Es la lógica que nace de no tener miedo de acercarse al dolor de nuestra gente. Aunque muchas veces no sea más que para estar a su lado y hacer de ese momento una oportunidad de oración.
Y esta es la lógica del discipulado, esto es lo que hace el Espíritu Santo con nosotros y en nosotros. De esto somos testigos. Un día Jesús nos vio al borde del camino, sentados sobre nuestros dolores, sobre nuestras miserias, sobre nuestras indiferencias. Cada uno conoce su historia antigua. No acalló nuestros gritos, por el contrario se detuvo, se acercó y nos preguntó qué podía hacer por nosotros. Y gracias a tantos testigos que nos dijeron “ánimo, levántate”, paulatinamente fuimos tocando ese amor misericordioso, ese amor transformador, que nos permitió ver la luz. No somos testigos de una ideología, no somos testigos de una receta, o de una manera de hacer teología. No somos testigos de eso. Somos testigos del amor sanador y misericordioso de Jesús. Somos testigos de su actuar en la vida de nuestras comunidades.
Y esta es la pedagogía del Maestro, esta es la pedagogía de Dios con su Pueblo. Pasar de la indiferencia del zapping al «ánimo, levántate, el Maestro te llama» (Mc 10,49). No porque seamos especiales, no porque seamos mejores, no porque seamos los funcionarios de Dios, sino tan solo porque somos testigos agradecidos de la misericordia que nos transforma. Y, cuando se vive así, hay gozo y alegría, y podemos adherirnos al testimonio de la hermana, que en su vida hizo suyo el consejo de San Agustín: “Canta y camina”. Esa alegría que viene del testigo de la misericordia que transforma.
No estamos solos en este camino. Nos ayudamos con el ejemplo y la oración los unos a los otros. Tenemos a nuestro alrededor una nube de testigos (cf. Hb 12,1). Recordemos a la beata Nazaria Ignacia de Santa Teresa de Jesús, que dedicó su vida al anuncio del Reino de Dios en la atención a los ancianos, con la «olla del pobre» para quienes no tenían qué comer, abriendo asilos para niños huérfanos, hospitales para heridos de la guerra, e incluso creando un sindicato femenino para la promoción de la mujer. Recordemos también a la venerable Virginia Blanco Tardío, entregada totalmente a la evangelización y al cuidado de las personas pobres y enfermas. Ellas y tantos otros anónimos, del montón, de los que seguimos a Jesús, son estímulo para nuestro camino. ¡Esa nube de testigos! Vayamos adelante con la ayuda de Dios y colaboración de todos. El Señor se vale de nosotros para que su luz llegue a todos los rincones de la tierra. Y adelante, canta y camina. Y, mientras cantan y caminan, por favor, recen por mí, que lo necesito. Gracias.
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