Que los niños vayan

Todos debemos compartir la responsabilidad de que nuestros adolescentes y jóvenes cultiven la vida de la fe, el amor por Dios.

Sabemos que el mejor momento para infundir este amor es cuando se es niño, pues aun cuando caben las excepciones, ordinariamente es más difícil infundir la fe en otras etapas de la vida.

Ahora bien: Nadie ama lo que no conoce, y nada conocemos que no haya pasado primero por nuestros sentidos: tocar, oír, ver, palpar… Pero, si se trata de Dios, ¿es posible que Él se haga presente a nuestros sentidos? ¿Dónde, cómo podemos «oírlo», «verlo» y «tocarlo»?

La iglesia es una escuela en la que los sentidos perciben a Dios. Allí se nos capacita para poder hablar de lo que «hemos oído, hemos visto con nuestros propios ojos, hemos tocado con nuestras manos. Se trata de la Palabra de vida» (cf. 1 Jn 1, 1).

Es bueno llevar a los niños a la iglesia aunque esto pueda resultar difícil algunas veces. Es verdad que Dios está en todas partes, pero los niños «ven a Dios», «lo oyen» y «lo tocan» muy especialmente cuando sus papás los llevan a la iglesia.

Los niños tienen la capacidad de ir aprendiendo que en la iglesia se escucha la palabra de Dios. Ellos pueden ver que Dios es el Ser Supremo, porque muchos dejan todo y se reúnen para estar con Él en la iglesia. No pueden besar a Dios o abrazarlo como a sus papás, y sin embargo, se va enterando de que hay que amarlo y buscarlo, muy especialmente los domingos.

Es verdad que los niños no pueden entender en toda su magnitud el sacrificio del Señor Jesús por nosotros, pero con la ayuda de los mayores van identificando en la iglesia los elementos que nos hablan del inmenso amor de Dios. Por ejemplo, los niños identifican muy pronto al sacerdote, con su importantísimo papel de explicar las Escrituras y elevar nuestras oraciones a Dios. Ellos van ubicando a los que cantan, a los que se dan la mano… y van aprendiendo que estas cosas se hacen por Alguien muy grande…

La Misa es la oración en la que el Señor Jesús se ofrece al Padre por nosotros; es también el lugar en el que todos los hermanos nos unimos al Señor Jesús. Éste es «lenguaje maduro» que no entiende un niño, pero si crece en este ambiente aprenderá a ver a los demás como hermanos, y un día sabrá la importancia de orar junto a ellos.

Es un error considerar que da lo mismo traer o no traer a los niños a la iglesia, argumentando que no entienden. Sabemos que lo que sembramos en sus corazones dará su fruto tarde o temprano.

En los niños se va despertando el deseo de estar con Dios porque lo «tocan» por su contacto con todos los signos de la liturgia: cantar, orar, alzar las manos, ponerse de rodillas, juntar las manos en actitud de adoración, desear paz a sus hermanos y hasta ¡bailar!, pues algunos niños se contagian vivamente con el ritmo de los cantos…

Con esa esperanza, cada uno debe hacer lo que le corresponde para que Dios ocupe el lugar principal en el corazón de los niños. Los padres deben venir con sus hijos a la iglesia y esforzarse en darles ejemplo de vida cristiana. Los sacerdotes, catequistas y otros evangelizadores debemos buscar métodos adecuados al desarrollo psicológico de los niños, ayudándoles a «elevarse» hacia Dios. Los frutos dulces de este trabajo los disfrutaremos cuando llegue el momento.

 

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