El drama de un católico incoherente

No me agrada realizar escritos críticos de personas. No es mi estilo. Sin embargo, pienso que algunos ejemplos son paradigmáticos para el bien o para el mal; en ese sentido, se dice que son “tipos” o modelos, encarnaciones concretas de una realidad universal. Un modelo de bien sería el hombre santo. Un “tipo”, bastante generalizado, lamentablemente de signo contrario, es el del católico incoherente.

Como en todo, no se trata de una división maniquea entre buenos y malos; hay matices, hay grados. Todos tenemos algo de incoherencia, y por eso mismo todos estamos necesitados de misericordia. Pero no es lo mismo miseria que cinismo, no es lo mismo debilidad que doble vida; y sobre todo, no es lo mismo ejemplaridad que incoherencia, sea ésta cobarde, oportunista o camaleónica.

Lo increíble de esta historia es la gran trascendencia que puede tener la incoherencia o la coherencia de una persona concreta. Lo frecuente, o podríamos llamar “tipológico”, casi como una epidemia dentro del catolicismo contemporáneo, es la recurrencia de personas o instituciones que se confiesan “católicas”, pero que en su actuación pública toman decisiones o difunden ideas diametralmente opuestas a los principios del catolicismo.

En la antigüedad, estas personas tenían la honradez intelectual de aceptar que no eran más católicas, y pasaban a formar parte de otro colectivo: llámese libres pensadores, herejes, o personas de otra denominación religiosa.

Ahora, sin embargo, persisten abusivamente en seguir llamándose “católicas”, mientras difunden alegremente ideas y comportamientos que erosionan los principios morales, y por lo tanto vitales, del catolicismo.

Quizá el caso más notorio, como grupo colectivo, es el de las autollamadas “católicas por el derecho a decidir”. Es decir, católicas a favor del aborto, a pesar de que el aborto esté penado canónicamente con la excomunión, es decir, la imposibilidad de recibir sacramentos hasta que no sea levantada la misma, lo que no es equivalente a que sean echadas fuera de la Iglesia; se trata en cambio de una pena medicinal, para que se den cuenta de la gravedad de su proceder y rectifiquen. El fin de la pena no es “destruir” o “eliminar”, sino fomentar una honda toma de conciencia de la gravedad de su acción, paso necesario para alcanzar la conversión y volver al amor de Dios y a la comunión con la Iglesia.

Pero a veces la incoherencia de un solo hombre tiene alcances y trascendencia insospechados. Es el caso de Anthony Kennedy, el católico incoherente que inclinó el fiel de la balanza de la supuesta “justicia” estadounidense a favor del “matrimonio” homosexual. Fue el quinto, de los nueve jueces de la Suprema Corte de Estados Unidos, el voto decisivo para que el matrimonio, tal cual, se diluyera en una “remedo pirata”, en una parodia del auténtico, al permitir que dos personas del mismo sexo se casen ante la ley.

Es impresionante lo que la decisión de una única persona puede alcanzar, la trascendencia del criterio –en este caso errado– de un solo hombre. Los otros cuatro jueces, digámoslo, eran claramente liberales desde el principio y estaban a favor de tan lamentable procedimiento. Eran coherentes con sus principios erróneos. Anthony Kennedy, en cambio, se confiesa católico, es de familia católica, y encarna el modelo perfecto de esquizofrenia frecuente en personas que son “católicos por adentro”, cuya actuación pública es contradictoria con los principios de su fe.

Kennedy, al inclinar el fiel de la balanza y redefinir según sus ideas lo que la naturaleza, la cultura y Dios han determinado en sentido contrario y unánime durante milenios, ya antes se había servido de sus erróneos principios para justificar tal proceder.

En efecto, en 1992 una sentencia de la Suprema Corte afirmó que el aborto es un derecho constitucional en los 50 estados de la Unión Americana. Kennedy en aquella triste y memorable ocasión dijo: “En el corazón de la libertad está el derecho de definir nuestro propio concepto de existencia, de significado, del universo y del misterio de la vida humana”.

Según nuestro amigo, es intrínseco a la libertad el poder definir lo que las cosas son (es decir, somos “dioses”, nuestro querer configura la realidad, y no es la realidad la que nos precede). Si todo puede ser definido según nuestra libertad-capricho, lógicamente el matrimonio también, y lógicamente, en su caso, la fe también. La evidencia más palmaria, sin embargo, muestra que no es así, y que las ideas confusas de un católico incoherente pueden tener consecuencias insospechadas para toda una civilización.

 

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