¿Puedo leer lo que me da la gana?

¡Claro que puedo!, ¿quién me lo va a impedir? La pregunta pertinente es: ¿Me viene bien leer este texto concreto?

Hace unos días, durante la presentación de un libro, cierta persona me preguntó sobre el “índice de libros prohibidos” que anteriormente tenía la Iglesia y que más tarde eliminó. La pregunta, por el tono, tenía cierto acento de reproche y desafío. Ciertamente lo eliminó por ser residuo de tiempos pretéritos, no siendo entonces oportuno mantenerla, pues más que ayudar, dificultaba su misión evangelizadora. La Iglesia en su acción pastoral fue siendo cada vez más consciente de que muchas veces las prohibiciones se convierten en invitaciones, y de que es mejor hacer el bien por propia convicción y no por temor a los castigos.

Sin embargo, repuse en aquella ocasión: aunque la Iglesia los eliminó, cada uno debe tener un sano freno a la hora de acercarse a los textos; por decirlo así, cada quien debe ser prudente a la hora de elegir qué leer y qué no leer.

Puede resultar retrógrada tal formulación, y en efecto, suscitó cierta perplejidad e incluso enojo; sin embargo, no me retracto. Más que nunca es necesario tener un filtro personal, dada la cantidad inmensa de información que nos inunda. Ahora especialmente se requiere criterio para acercarse a los canales de información y discernir el oro de la paja, aunque sea por aprovechamiento del tiempo.

Las razones, sin embargo, son más profundas. Leer, como cualquier otro acto humano libre, es un acto ético, es decir, puede ser bueno o malo. Un libro, una revista, un periódico, un sitio Web puede alimentar mi espíritu o envenenarlo; de ahí la responsabilidad de ser prudente a la hora de acercarme a los textos.

La prudencia supone criterio, capacidad de discernimiento, de descubrir las ideas e intereses escondidos detrás de las líneas, de la visión del mundo que tiene el autor e intenta transmitir. En caso contrario, me la “como” inconscientemente y puede hacerme bien o perjudicarme, según sea el caso. Leer no goza del supuesto privilegio de sustraerse a la dimensión ética, no es un acto amoral. La eticidad, sobra decirlo, es consecuencia de nuestra libertad, y por ello, en realidad, no sería ningún privilegio sustraer dicha actividad de su dominio. Somos responsables de lo que leemos y sus consecuencias.

¿Será bueno leer libros que difundan el antisemitismo?, ¿son inocuos los libros que fomentan la violencia?, ¿me hace bien leer incitaciones al odio?, ¿resulta banal leer libros que exaltan el sadomasoquismo?, ¿le hace bien a un depresivo leer un texto deprimente?, ¿no podría ser el detonante que le empuje al suicidio? ¿Quién estaría de acuerdo en responder que sí a todos los cuestionamientos anteriores?, ¿podríamos tildarlo por ello de inquisidor moderno, enemigo de la libertad y receloso de la capacidad humana?

En Perú, por ejemplo, los ideólogos y líderes del movimiento Sendero Luminoso fueron intelectuales, vale decir, gente muy “leída y escribida”. Y desde su pedestal intelectual difundieron y adoctrinaron con argumentos que fomentaban el odio, la lucha armada, justificando el uso de la violencia. ¿Quién podrá sostener que dicho “adoctrinamiento” fue bueno?, adoctrinamiento, dicho sea de paso, que eliminó los frenos naturales para que muchos jóvenes fueran capaces de matar a personas inocentes.

Con “malos textos” puedo envenenar a la juventud. Hay casos históricos cercanos que nos lo muestran.

El marxismo y el nazismo en su momento inundaron de literatura los anaqueles de las librerías, proporcionando abundancia de “razonadas sinrazones” que los justificaban. Normalmente los jóvenes, carentes de criterio, se dejaban engañar y por tanto manipular con mayor facilidad. Poner un sano freno a la lectura, lejos de suponer un menoscabo a la libertad y autodeterminación de las personas, las protege de la manipulación y el error.

Uno puede acercarse a los textos cuando tiene criterio, es decir, una mente educada, algo muy distinto de la mera acumulación de conocimientos. Se trata de poseer una visión armónica, unificada, arquitectónica de la realidad: una visión sapiencial. Esta visión no es única, cada quien puede tener la suya, pero si es auténtica sabiduría, tendrá como contrapeso un sano temor: la consciencia de ser capaces de equivocarnos, la experiencia de haberlo hecho con anterioridad. Ello nos vacuna del orgullo que envenena tantas veces a intelectualillos de pacotilla.

Ya Cervantes en el Quijote señala cómo alguien puede perder los sesos por leer en demasía y sin discernimiento.

 

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