Francisco realizó su primer viaje fuera del Vaticano a la pequeña Isla de Lampedusa, con motivo de la muerte de varios migrantes africanos. Entonces advirtió la grave herida en la conciencia europea para la cual los refugiados, por hambre o persecuciones, parecen transparentes. Los intelectuales y los medios le vieron como un lindo detalle. Los políticos lo ignoraron. Como dijera Tim Stanley, columnista del Telegraph, “prefieren plomeros baratos a familias perseguidas”.
Fiel a su misión, el Papa no dejó de denunciar la indiferencia y el silencio cómplice ante la violencia en Oriente Medio y el martirio de los cristianos. Hoy, “los invisibles” han tocado a las puertas de Europa y han creado una crisis humanitaria que desvela la falta de humanidad que aletarga la razón europea. Tuvieron que morir 71 migrantes dentro de un camión en el corazón cultural de Europa y divulgarse la terrible imagen de un pequeño ahogado en las playas de Turquía para sacudir sus conciencias. No eran escenas de las tierras salvajes de México y Centroamérica, sino de ellos mismos.
Una vez más, Francisco volvió a llamar a los europeos a la razón y lo hizo con inusitada fuerza. Dijo: “Frente a la tragedia de miles de prófugos que huyen de la muerte, la Guerra y el hambre y están en camino hacia una esperanza de vida, el Evangelio nos llama a ser prójimos de los más pequeños y abandonados (para) darles una esperanza concreta, (porque) la esperanza es combativa”. Para agregar que también “es violencia levantar barreras contra quienes huyen de condiciones inhumanas”. Y para poner obstáculos, lo sabemos bien, la imaginación es ilimitada.
Asimismo, pidió a cada comunidad católica convertirse en santuario para recibir a innumerables refugiados, empezando por el Vaticano, como en los tiempos de la Segunda Guerra Mundial. Más que llamar a la movilización de la Iglesia, Francisco ha infundido fuerza a una serie de iniciativas que venían madurando entre los católicos europeos. Porque la esperanza es combativa, la Iglesia ha tomando tres importantes decisiones.
Una, la inmediata movilización de laicos, clérigos y religiosos para abrazar y dar cobijo a miles de refugiados.
Dos, involucrarse vigorosamente en el debate público para vincular la condición de refugiado, el derecho de asilo y los derechos humanos.
Tres, fustigar a los políticos quienes apenas alcanzan a responder tibiamente.
Los políticos y “los poderosos de la tierra”, en lugar de reconocer la necesidad que tiene un refugiado de encontrar cobijo y apoyo para volver en paz a su hogar, prefieren repartirse cuotas de seres humanos a plazos hasta de cinco años, como Gran Bretaña, condicionando su ejecución y sin atender al problema de fondo como es la brutal violencia en Medio Oriente. Poca sorpresa. Tienen tremenda carga de responsabilidad porque, desde hace mucho tiempo, la han alimentado y financiado. Los “líderes democráticos del mundo” están más preocupados por sortear la presión de la opinión pública, que por acabar con sus guerras, auténticas fábricas de miserias. Prefieren hidrocarburos baratos a la vida de los niños.
La tradición de la catolicidad europea es rica en humanidad y ha pasado innumerables pruebas en los últimos siglos. Ahora, enfrentan tremendo reto. Tendrán que sacudir la adormecida conciencia del Viejo Continente, enferma de narcisismo, para recordarles que el corazón de Europa es cristiano, incluido lo mejor de su humanismo, porque sólo puede latir al ritmo de la misericordia.
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