Católicos creyentes de diferentes credos y tradiciones religiosas, así como librepensadores, han manifestado su beneplácito al conocer la decisión del Papa de visitar nuestra patria en 2016, considerando que seguramente vendrá a animarnos en la Misión Continental y a comprometernos en la construcción de un México mejor para todos.
Para mí ha sido significativo que el anuncio se haya dado en la memoria de un personaje brillante y poliédrico que en su tiempo tuvo todo el poder en lo temporal y en lo espiritual y que hizo que las cosas marcharan bien: el beato Juan de Palafox y Mendoza.
Fruto de un embarazo no deseado, Juan vio la luz en Fitero, Navarra, en 1600. Para ocultar su nacimiento, una criada intentó deshacerse del niño, pero fue descubierta por el encargado de los baños, quien cuidó del pequeño hasta que fue reconocido por su padre, el cual procuró una esmerada educación para su hijo, que alcanzó el grado de doctor en derecho.
Brillante y carismático, el joven administrador del Marquesado de Ariza, fue nombrado por el rey, fiscal en el Consejo de Guerra y fiscal del Consejo de Indias. Tras una existencia superficial y desenfrenada, consciente de que sólo Dios puede hacer la vida plena para siempre, se dejó encontrar por él y ser canal de su amor.
Más tarde, sintiendo la llamada divina recibió la ordenación sacerdotal y en 1639 fue consagrado obispo de Puebla, a la que llegó en 1640 con el encargo del rey de ser presidente de la Real Audiencia, juez de Residencia y luego virrey de la Nueva España, capitán general de todas sus fuerzas militares y arzobispo electo de México.
Convencido de que Dios lo enviaba para “arrancar lo malo y plantar lo bueno”, puso freno a los abusos y las corrupciones. Promovió a los pobres y a los indígenas. Evangelizó, oró, celebró la fe y guió a los fieles. Impulsó el arte y la formación del clero. Fundó el hoy llamado Seminario Palafoxiano, al que obsequió su gran biblioteca conocida como “Palafoxiana”, que puso al servicio de toda la gente. Reinició la construcción de la Catedral y la consagró. Erigió muchos templos, hospitales y edificaciones. Redactó numerosas obras.
“Yo goberné un tiempo la Nueva España, entera, en lo espiritual y temporal –escribió– y todo andaba derecho (…) cada uno acudía a lo que le tocaba (…) porque sabían que amaba lo bueno y aborrecía lo malo”.
Esta fidelidad a la verdad y la justicia le ganaron muchos enemigos, los que, luego de una serie de enfrentamientos, lograron que el rey le ordenara volver a España en 1649. Cinco años después fue designado al Obispado de El Burgo de Osma, donde murió en 1659.
Ojalá el ejemplo de Palafox nos impulse a dejarnos amar por Dios, para, llenos de su amor, amarlo a él, amarnos a nosotros mismos y a los demás, y así, arrancar lo malo y plantar lo bueno.
*Obispo auxiliar de Puebla y secretario general de la CEM
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