La Misericordia de Jesús quiere abrazar nuestra Miseria

Queridos hermanos y hermanas:

 

Quienes somos llamados por el Señor a invitar a las gentes a seguir a Cristo, estamos y debemos estar siempre conscientes de que, no obstante todo, Jesús sigue y seguirá iluminando a todo hombre que viene a este mundo. Una conciencia que la experiencia personal de cada uno ha hecho madurar, ayudándonos, en consecuencia, a jamás asumir el rol del fariseo; de ese tipo de personas, hoy tan de moda, que se jactan de haber descubierto una verdad elemental: que el hombre es débil e imperfecto, pero que se han olvidado, o no logran descubrir, que Dios quiere y puede siempre sacarlo de las tinieblas a la luz y elevarlo.

Y es que, lo sabemos, la misericordia de Dios jamás hace excepción de personas. Y si Él actúa así, los discípulos misioneros de Jesús no podemos hacer diversamente. Por ello jamás tendremos razones o justificaciones suficientes para pretender devaluar a una persona; ni por un acto, ni por mil. El valor está en el futuro. Los hombres juzgamos y valoramos el pasado; Dios valora el futuro, lo que el hombre puede aún lograr y ser. Por eso jamás se cansa de perdonar y de ofrecer nueva esperanza. Dios es eternamente fiel a su amor; y si bien el camino del hombre hacia Él se ve siempre asechado por grandes peligros e incertidumbres que le obstaculizan o impiden estar erguido y recorrer enderezado el camino de la vida, el camino de Dios al hombre está asegurado por el amor fiel e indefectible de su Creador.

Vivir encorvado es una postura que ilustra muy bien lo que es vivir asechado por los peligros e incertidumbres tan presentes en nuestros días. Vivir encorvado es, también, una postura que dice lo que significa vivir fuera de la presencia de Dios, y vivir sin tener un claro horizonte existencial. La postura encorvada del cuerpo impide ver lo que hay que ver y lo que valdría la pena ver. Una persona encorvada no puede tener una mirada de amplios horizontes. Su mirada está centrada en lo bajo, en el suelo, en sí misma. Y eso no es vivir bien.

Es lo que sucedía a la mujer del Evangelio, que desde años atrás vivía encorvada, vivía mal, sin lograr mirar la amplitud del horizonte ni contemplar el cielo. Pero un día, precisamente un sábado, Jesús pasó por su vida y fue a su encuentro, la miró, la llamó, le impuso las manos tocando su ser y su alma con ternura, y la enderezó y la dispuso a volver su vida a Dios.

“Mujer, -le dijo Jesús-, quedas libre de tu enfermedad». Le impuso las manos y, al instante, la mujer se enderezó y empezó a alabar a Dios”. ¡Qué liberación! Qué esperanza encierra este grito de Jesús que, mirándola con ternura la llama: “mujer”. Le da un rostro, un nombre, un significado a la que hasta entonces no era más que una “encorvada”. Y lo hace con ternura; con esa que confirma y da seguridad: “Mujer, ¡estás libre!”

Ante Jesús, ella no es simplemente una creatura que sufre, que poco logra ver. Ella es, ante todo, “mujer”. Jesús quiere que ella sepa que la reconoce como tal en toda su dignidad y quiere que se dé cuenta del afecto que nutre por ella; que sea eso lo que la levante y la sostenga en adelante.

Aquella no era sólo una encorvada, sino una mujer. Una mujer que, de alguna manera representa a la condición femenina de ayer y de hoy. A la no insignificante cantidad de mujeres que caminan encorvadas, no a causa de una enfermedad, sino a causa de la opresión cultural relativista a la que han sido y son sometidas también hoy con las ideas que poco o nada tienen que ver con el verdadero amor y sí mucho con el individualismo egoísta.

La mujer encorvada, al enderezarse pudo mirar al cielo y encontrar con su mirada la mirada de Jesús, que con gozo y esperanza la contemplaba. Y la mujer da gloria a Dios. Su alegría ante el cambio completo de su ser y de su perspectiva existencial, le permite tener visión sobrenatural, agradecer a Dios el don recibido y ponerse en camino en una nueva perspectiva que le permitirá contemplar la belleza de la verdad.

Gracias a este don, “la mujer” logró adquirir una visión sobrenatural pero también verdaderamente humana de las cosas, y por ello exulta de gozo y gratitud. De ese gozo que muchos compartieron al ver el signo de Jesús que, sin embargo, no todos aprobaron: “El jefe de la sinagoga, indignado de que Jesús hubiera hecho una curación en sábado, le dijo a la gente: ‘Hay seis días de la semana en que se puede trabajar; venga, pues durante esos días a que los curen y no el sábado’. Entonces el Señor dijo: ‘¡Hipócritas! ¿Acaso no desata cada uno de ustedes su buey o su burro del pesebre para llevarlo a abrevar, aunque sea sábado? Y a esta hija de Abraham, a la que Satanás tuvo atada durante dieciocho años, ¿no era bueno desatarla de esa atadura, aun en día de sábado? Y cuando Jesús dijo esto, sus enemigos quedaron en vergüenza; en cambio, la gente se alegraba de todas las maravillas que Él hacía”.

Mucha gente se alegra. Los fariseos, en cambio, se enfurecen, porque para ellos, -para los fariseos de ayer y de hoy-, lo que presuntamente importa es el cumplimiento de la Ley. Unos ven las maravillas de Dios; otros no. No ven -o no quieren ver- la mano amorosa y llena de ternura del Emmanuel. Por eso no les alegra la curación de una hija de Abraham. Olvidan, a causa de su misma presunción, que la verdadera sabiduría está en saber ver las cosas y a las personas como Dios, su Hacedor, las ve. Ver como Dios ve siempre a cada hombre y a cada mujer: con una mirada de amor y de ternura.

¡Con ternura! Una palabra muy querida por el Papa Francisco que, pronunciándola frecuentemente nos exhorta a no tener miedo a la bondad ni a la ternura. No solo bondad, no sólo amor, sino también ternura. ¿Por qué? ¿Qué añade la ternura al amor? La ternura añade al amor un toque gratuito, una sonrisa, una caricia. Ternura de la cual nosotros no debemos sentir recelo, pues, en realidad, creados por la ternura de Dios, nosotros, a nuestra vez, somos enviados como mensajeros/mensajeras de esa ternura. Porque de lo que se trata, -como ha dicho el Papa Francisco- es de que nosotros, discípulos misioneros y evangelizadores de Jesús, logrando “encontrar al Señor que nos consuela”, vayamos “a consolar al pueblo de Dios”. “La gente de hoy tiene necesidad ciertamente de palabras, pero sobre todo tiene necesidad de que demos testimonio de la misericordia, la ternura del Señor, que enardece el corazón, despierta la esperanza, atrae hacia el bien. ¡La alegría de llevar la consolación de Dios! (Homilía a seminaristas, novicias y novicios, 07.07.2013).

Con sus enseñanzas, con sus “toques de ternura” al imponer a todos las manos, y con los signos de curación del cuerpo y del espíritu, Jesús nos ha manifestado plenamente cuánto y cómo Dios ha amado y ama al mundo; cuán grande es su misericordia.

Los hombres podemos, por tanto, –nuestras hermanas y hermanos, pero también nosotros–, ser muy limitados para dar amor, pero todos podemos, si lo queremos, ser infinitos en el dejarnos amar.

Leyendo los Evangelios, asombra de suyo la insistencia de Jesús por estar cerca de las personas para hacerles sentir su ternura. Imponía las manos a cada una. Aun cuando los enfermos que iban a Él eran muchos, los tocaba a todos (Cf. Lc 4,40). Jesús no tenía prisa, amaba tener un contacto directo con cada hombre y con cada mujer: la suya era una atención personalizada y no de prescripción de recetas a distancia: enseñaba y obraba en y desde la realidad cotidiana y de la exigencia humana del contacto; sanaba y sana tocando con su ternura las heridas profundas del alma y rehabilitando a toda la persona. Y también hoy, al igual que a la mujer encorvada del Evangelio, Jesús sigue mirando, llamando, tocando, hablando e intentando poner de pie, poner en la posición del resucitado a todo hombre y a toda mujer que recorre la existencia encorvada, privada de horizontes verdaderos, encerrada en su curvatura que le impide mirar más allá de sí misma.

Jesús sabe verdaderamente lo que es el ser humano y, por ello, la debilidad, la pobreza o hasta el pecado, no son obstáculos para su Amor, pues su misericordia quiere abrazar también nuestra miseria. “Incluso cuando el hombre rechaza la verdad y el bien que el Creador le propone –decía el Papa emérito Benedicto XVI–, Dios no lo abandona (…), sigue buscándolo y sigue hablándole, a fin de que reconozca el error y se abra a la Misericordia divina, capaz de sanar cualquier herida” (Benedicto XVI, Asamblea General de la Academia Pontificia para la Vida, 26.02.2001).

Queridos hermanos y hermanas. Jesús no envía a su Iglesia al mundo, ni a ninguno de sus discípulos-misioneros-apóstoles con las manos vacías: en el equipaje -mente y corazón- de cada uno, debe estar Él: Cristo Jesús; pero tampoco nos envía sólo a predicar, a enseñar y a bautizar. Nos envía sí, a ello, pero también a realizar los “signos” que Él hacía (cf. Mc 16,15-18); a ir al encuentro de cada hombre y de cada mujer “encorvada” de nuestro mundo para mirarla, llamarla, tocarla con ternura –a la manera de Cristo Jesús–, y levantarla con la misericordia y el perdón del Señor, y colmarla con la luz, la fuerza y la valentía que el Espíritu Santo suele dar en abundancia.

Los invito, por tanto, queridos hermanos y hermanas, a que, invocando la ayuda del Espíritu Paráclito, prosigamos con valentía, viva conciencia, confianza y esperanza nuestro camino y nuestra tarea. Pidámosle, con palabras del Papa emérito Benedicto XVI, que muestre su poder y venga hoy que “el mundo, con todas sus nuevas esperanzas está, al mismo tiempo, angustiado por la impresión de que el consenso moral se está disolviendo”. Que muestre su poder y venga, porque “con mucha frecuencia, también en nosotros la fe está dormida”; que venga, por tanto, a despertarnos “del sueño de una fe que se ha cansado y que devuelva a esa fe la fuerza de mover montañas, es decir, de dar el justo orden a las cosas del mundo”.

Que la Virgen Santa María: hija, madre y esposa del Único Dios verdadero, interceda por nosotros y por todos sus hijos: por aquellos apenas concebidos, por los niños, jóvenes, adultos y ancianos. Que Ella, con su propia ternura logre atraer hacia sí la mirada de quienes “encorvados” por el egoísmo, esperan, aún sin saberlo, quien pueda volverlas a levantar.

¡Santa María de Guadalupe!, madre y reina de México; madre amorosa y tierna de cada una y de cada uno de los mexicanos, ruega por nosotros!

 

Amén.

 

Nuncio Apostólico en México

Homilía

2º Congreso Sacerdotes y Seminaristas por la Vida

Construyendo la Cultura de la Vida desde el Corazón de la Familia

26 de octubre de 2015

 

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