Verdad y tolerancia

“Cada cabeza es un mundo”, dice un viejo refrán. Y es cierto. Existen diferentes formas de ser, de sentir, de pensar, de hablar y de actuar. Pero esto no debe ser obstáculo para el respeto, el diálogo, la comprensión y la sana convivencia, ya que todos formamos una sola familia humana.

Aquel que lo comprende es capaz de desarrollar una importante virtud: la tolerancia, un concepto muy de moda hoy y que parece indisolublemente unido a las sociedades democráticas, cuando en realidad es fruto del cristianismo, como lo reconoce François Marie Arouet, llamado Voltaire, quien después de ofrecer un análisis del Evangelio concluye: “Si quieren parecerse a Jesucristo, sean mártires y no verdugos”.

“Sé tolerante, puesto que para esto has nacido –exclama san Agustín–. Sé tolerante en la convicción de que también tú eres tolerado”. Efectivamente, una sana convivencia familiar y social, requiere respetar que la esposa o el esposo, los hijos, los papás, la novia o el novio, la gente mayor, los jóvenes, y quienes forman parte de la sociedad, sientan, piensen y actúen de forma distinta a la nuestra. Incluso puede ser que estén equivocados, pero eso no les quita la dignidad humana que poseen por ser personas.

La tolerancia no es un estado inmutable y acrítico que da cabida indiscriminadamente a todas las opiniones otorgándoles el mismo valor, lo que en realidad no conduciría a ningún lado, sino que es un camino que, partiendo de la verdad sobre la dignidad de la persona, permite reflexionar sobre la validez de los sentimientos, las creencias o los pensamientos propios y ajenos, para, mediante un diálogo respetuoso acerca de las verdades que se han alcanzado –o que se han creído alcanzar–, caminar juntos hacia la verdad completa, que es derecho y necesidad de todo ser humano.

“El diálogo –afirmaba Juan Pablo II– es paso obligado hacia la autorrealización del individuo y de cada comunidad humana, y es también importante para proponer una firme base de paz”. Dialogando nos conocemos mejor y crecemos en la colaboración.

Así, en la búsqueda de la verdad, incluso la oposición “puede convertirse en complementariedad”, como señala Joseph Ratzinger. Por eso dialogar no significa traicionar la verdad, lo que lejos de ayudar a superar las diferencias termina por hacerlas resurgir tarde o temprano con nueva intensidad. No decir la verdad o decirla parcialmente por temor, es una traición a la dignidad humana.

Comunicar de manera correcta la verdad que se ha creído encontrar no es arrogancia ni imposición, sino un servicio para quien con honestidad busca la verdad; esa verdad que permite al ser humano alcanzar aquel estado de plenitud que llamamos felicidad.

 

*Obispo auxiliar de Puebla y secretario general de la CEM

 

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