No resulta sencillo hacer una reflexión serena sobre los tristes sucesos acaecidos en Paris el pasado 13 de noviembre. Al horror se une la impotencia y la frustración, así como el miedo a que se despierte una espiral de violencia y sangre de proporciones difícilmente calculables. Es preciso, sin embargo, aproximarse a este duro suceso, como a todos en general, con una perspectiva de fe, lo que quiere decir a su vez, esperanzada.
Al conocerse la tragedia en tiempo real, la indignación del mundo plasmada en la red fue inmediata. La condena al ataque, los gestos sencillos -aunque tristemente ineficaces tantas ocasiones- de solidaridad también. Surgió sin embargo, tímida pero consistente, una voz paralela, discordante, que rompía con la monotonía del clamor de indignación generalizado. ¿Por qué sólo reaccionamos así con “los franceses”? Es decir, ¿por qué sólo importan los blancos, del primer mundo?, ¿no ha habido acaso tragedias similares y mucho peores en Siria, Irak, Egipto, Libia, Nigeria, México? ¿Por qué sólo aparece la opción en Facebook de poner como fondo de perfil los colores de la bandera francesa?
La pregunta es ciertamente incómoda y esconde una triste realidad que rompe con nuestra visión idealizada del mundo: “Todos somos iguales, pero hay unos más iguales que otros”. De hecho, aunque no nos guste, es una realidad que no ignoramos y que asumimos con resignación. Los que anteriormente hayan tenido experiencias difíciles para adquirir visado europeo o estadounidense lo saben muy bien. Sin embargo, no porque la tragedia la haya sufrido el primer mundo, y particularmente Francia, que en tantos aspectos es paladín de la intelectualidad occidental y una nación a la que la historia universal tanto debe, no deja de ser tragedia. Mal haríamos si reaccionáramos con indiferencia, aludiendo al hecho de que cuando la tragedia la sufrieron los africanos, también fuimos indiferentes. Sería, sin lugar a dudas, una actitud acomplejada y resentida que no viene a cuento, desconociendo el sufrimiento real de las personas y la zozobra de todo un pueblo.
Por el contrario, aunque suene a instrumentalización del dolor, reaccionar con fuerza y solidaridad ante este sufrimiento, además de ser algo profundamente humano, puede suponer precisamente un despertar de esa indiferencia. Al poder ver en tiempo real videos de los hechos sangrientos, fotos subidas a la red, testimonios en vivo, percibimos que todos los que padecen son como nosotros; caemos en la cuenta de que nosotros perfectamente podríamos habernos encontrado en una situación así. Verbigracia, asistiendo al concierto del grupo que nos gusta, el cual es interrumpido abruptamente por una ráfaga de metralleta.
Dicho con otras palabras, la pesadilla de Francia puede despertar del sueño de la indiferencia a la comunidad internacional; puede hacer que de una vez por todas reaccione con decisión para desarmar al injusto agresor. No es la primera vez que el mundo se muestra somnoliento y lento para paliar el sufrimiento humano. Mucho tardaron las potencias occidentales en reaccionar ante la actitud beligerante de Hitler, y el haberlo hecho tarde hizo que el costo en vidas fuera mucho más elevado.
¿Qué cabe esperar de tan triste suceso? Que sea el inicio del fin, es decir, que por fin la comunidad internacional en conjunto tome las medidas precisas para acabar con el Estado Islámico, que a la postre, utiliza el Nombre de Dios que es santo para justificar la violencia, e instrumentaliza la religión para obtener un fanatismo, ciego, violento, irracional y contagioso.
Cabe esperar que estas muertes no hayan sido en vano, y al no ser vanas estas muertes, de alguna forma alcanzan el fruto que no consiguieron, pues no lograron despertar la atención generalizada, las otras muertes, mucho más numerosas acaecidas en las regiones abandonadas del planeta.
¿Y qué cabe temer? Que la violencia engendre violencia, que el fanatismo se propague, que se multiplique el terror sin control… O cabe temer también, por contrapartida, que la epidérmica sociedad occidental olvide rápidamente, y prefiera volver a su cómodo estándar egoísta de vida, indiferente al dolor ajeno, si el aparato estatal consigue dominar la bestia terrorista en su territorio, dejándole libre el campo en los rincones olvidados del globo.
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