“No se turbe tu corazón ni te inquiete cosa alguna. ¿No estoy yo aquí que soy tu madre?”. Estas palabras, dirigidas por Santa María de Guadalupe al indio Juan Diego hace 484 años, siguen resonando en el corazón de millones de personas en México y en muchas partes del mundo, llenándolas de consuelo, aliento, fortaleza, amor y esperanza.
Así como luego de concebir virginalmente al hijo de Dios, María se encaminó presurosa a una región montañosa para servir a su parienta Isabel, en 1531 acudió presurosa al cerro del Tepeyac –porque, como afirma san Ambrosio, “el amor no conoce de lentitudes” – para ofrecernos el mayor de los servicios: traernos a Jesús, el fruto bendito de su vientre, que nos libera del pecado y nos hace hijos de Dios y hermanos unos de otros.
Esto es lo que expresa la petición que la morenita hace a Juan Diego: que se le edifique un templo, lo que en la mentalidad náhuatl significa construir la comunidad en torno a Dios, que en Cristo ha venido a nosotros para hacernos partícipes de su vida plena y eterna.
En este proceso podemos encontrar dificultades, como Juan Diego, a quien en un principio el obispo Zumárraga no le creyó. Sin embargo, la Virgen lo animó a no subestimarse y lo envió de nuevo. Ella también nos pide no darnos por vencidos cuando las cosas no salen bien en el matrimonio, la familia, la escuela, el trabajo y la sociedad. ¡Hay que perseverar y seguir adelante!
Así lo hizo Juan Diego, a quien el obispo le pidió una señal que la Guadalupana prometió dar al día siguiente. Pero el indio no pudo volver a causa de la enfermedad de su tío, quien sintiéndose morir lo envió en busca de un sacerdote. Entonces, aquel 12 de diciembre la Virgen se le apareció; le dijo que no debía temer por su tío y lo mandó a la cumbre del Tepeyac a cortar unas rosas de Castilla, que aparecieron milagrosamente, y llevarlas al obispo. Mientras, ella visitó a su tío y lo sanó.
Ante el obispo, el santo indígena desenvolvió su tilma; cayeron las rosas y apareció milagrosamente la imagen de la Virgen de Guadalupe, acontecimiento que, como afirmaba Juan Pablo II, “tuvo una repercusión decisiva para la evangelización en todo el continente”.
Como Juan Diego, protagonista de la identidad mexicana, confiando en la intercesión de Santa María de Guadalupe, vivamos como hijos de Dios y contribuyamos a edificar un México unido en el que a todos se haga posible un desarrollo integral, poniendo nuestra mirada en la eternidad feliz que nos aguarda. Si lo hacemos así, no nos extrañemos de que, como ha dicho el Papa Francisco, “en pleno invierno florezcan rosas de Castilla. Porque tanto Jesús como nosotros tenemos la misma madre”.
*Obispo auxiliar de Puebla y secretario general de la CEM
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