Hace pocas semanas murió Pepina Prendes, mi segunda madre. Como si fuera una Navidad, ella me mostró con sus enseñanzas y testimonio la presencia del Dios vivo en esta tierra.
No fue gran literata, política o profesionista. Tampoco se arrojó temeraria a las aguas procelosas del feminismo libertario. No cabe, pues, en lo que hoy la corrección política calificaría de “prominente”. Tan sólo fue una mujer maravillosa, quien, con humildad, tocó de manera decisiva la vida de cuantos se cruzaron en su camino.
No recuerdo cuándo la conocí, porque siempre estuvo presente en mi vida. Por la fe sabemos bien que toda filiación es por adopción. No valen genes, ni prejuicios de sangre. Por eso, sin saber cómo, la tomé por mi segunda madre y ella así me aceptó. Era una mujer de generosidad desenfadada.
Pepina, desde su más remota infancia, hasta el último aliento, fue la mejor amiga de mi madre y, en esto, fueron excepcionales. Ellas me enseñaron lo que Jesús quiere decir con la palabra amistad. Las vi acompañarse en las buenas, en las malas y en las experiencias de profundo dolor. Su testimonio sería inexplicable sin la existencia de Dios.
Era descendiente de la otra migración española, la olvidada, la de fines del siglo XIX y principios del XX. Españoles que vinieron a México perseguidos no por algún tirano, sino por el hambre y la falta de oportunidades que sí encontraron en nuestra patria. Supieron corresponder al ciento por uno, hasta dejar profunda huella en nuestro paisaje cultural. Sus padres echaron raíces tan fuertes, que de nada le valió a Pancho Villa expulsarlos de Chihuahua. Huido el Centauro, regresaron a la que por derecho propio consideraban ya su tierra. De esa pasta de héroes cotidianos estaba hecha Pepina, de los que trabajan por los que aman, teniendo un corazón de condominio.
Se casó con Pepe Prendes, uno de los más grandes restauranteros que haya conocido México. Procreó dos varones y cuatro mujeres (Pepe, Maruja, Geli, Yoya, Chucho y Lulú), los imprescindibles de mi infancia y adolescencia, de manera especial los tres menores por afinidad generacional. Mis recuerdos de días comunes y especiales, vacaciones, jornadas escolares y fines de semana, están llenos de “los Prendes”. Siempre había juegos y travesuras compartidas por igual durante esas largas estancias en el rancho de mis papás o en el de mis abuelos, en los correteos por los jardines del restaurante de Pepe, como en las casas de unos y otros. Sin reparar en consecuencias, podíamos empujar el pesadísimo auto de mi papá hasta dar de lleno en la toma de agua; o bien, jinetear burros mostrencos en el rancho hasta dar con nuestros huesos en tierra. Solidarios en el juego, lo fuimos también entre complicidades y regaños, así como en las caminatas de madrugada por el frío invierno de Tlaxcala, para alcanzar la salida del sol en la cima de algún cerro. Después, en tiempos difíciles de mi juventud, cuando la soledad me mordía sin piedad, siempre encontré refugio en su casa para celebrar el Año Nuevo como Dios manda, en familia, entre amigos.
La biografía de Pepina puede resumirse en una frase: buscar a Dios, para dejarse encontrar por Él. Una semana antes de morir, gozó de una consolación extraordinaria. Entonces, como santo Tomás de Aquino en similar circunstancia, pudo afirmar que había llegado el momento de vivir plenamente en la caridad del Señor.
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