Hay vejeces dulces y vejeces tristes; vejeces apacibles y vejeces amargas; vejeces cansadas y vejeces vigorosas: todo depende, en fin, de la calidad de los recuerdos.
En “El presidente”, una de las trescientas novelas que escribió Georges Simenon (1903-1989), aparece un viejo de 92 años que, pese a su edad, no vive más que para la política.
Es una momia que aún respira y, con todo, no hace más que estar al tanto de todo lo que ocurre en el país en materia gubernamental. Todas las mañanas lee el periódico, y todas las tardes, desde su sillón de terciopelo rojo, escucha lo que dicen por la radio los noticieros.
En otro tiempo había ocupado los cargos más importantes a que podía aspirar un político francés, y ahora echaba de menos aquellas épocas de gloria. ¡Ah, qué pasado más envidiable cargaba a sus espaldas! ¡Y qué hermosos eran aquellos tiempos en los que todo el mundo temblaba con sólo oír su voz! Durante muchos años el destino de Francia dependió de él, de sus decisiones y sus disposiciones: la vida de todos los franceses, por decirlo así, estaba en aquel entonces en sus manos, es decir, en sus puños.
¿Cómo se resigna uno a no ser ya nada después de haberlo sido todo? París lo olvidaba, los nuevos políticos y dirigentes ya no lo consultaban ni le pedían su parecer. ¡Y vaya que él hubiera podido enseñarles a esos inexpertos dos o tres cosas de indudable importancia! En fin, no había nada que hacer: ahora estaba muerto, al menos para ellos.
Muerto y solo. Porque por la política había renunciado a todo tipo de afectos; por ella había prescindido incluso del amor. “En toda su vida –dice Simenon– el Presidente no se había apegado a nadie, no tanto por principio ni por sequedad de corazón, como para salvaguardar su independencia, que él valoraba por encima de todo. La única mujer con la que se hubiera casado no había hecho más que pasar tres años por su existencia, el tiempo de darle una hija; y esta hija, en la actualidad, una mujer de cuarenta y cinco años, casada, madre de un hijo que cursaba su primer año de Derecho, seguía siendo para él una extraña”.
En realidad, nunca hablaba con esta hija, ni siquiera por teléfono. ¿Para qué? ¿Qué podía decirle a esta desconocida? Y de su nieto ni siquiera quería oír hablar. ¡Un nieto! ¿Para qué sirven los nietos, más que para recordarle a uno la propia vejez? ¡Al diablo con el nieto! A él lo que le interesaba, a sus 92 años de edad, era saber lo que sucedía en París, allí donde se reunían para discutir entre ellos los nuevos detentadores del poder. ¿Qué decisiones tomarían ante tal o cual problema nacional? ¿Cómo reaccionarían en el caso de que…? Esto y sólo esto interesaba al viejo, como si aún pudiese intervenir, decidir, opinar o proponer.
“Ni siquiera quiso ser padre de familia; sólo estuvo tres años casado; y si había tenido amantes, se contentó con pedirles, en la mayoría de los casos, una distracción calmante, un entreacto de seducción y de elegancia con una pizca de ternura, sin concederles nunca a cambio otra cosa que un momento de atención condescendiente”.
El Presidente sabía que el amor exige tiempo, exige energía, y él no tenía tiempo para ni para lo uno ni para lo otro. Si se quiere llegar alto en la vida, es preciso no apegarse a nadie, desvincularse de todo, tener sangre fría. ¿Para qué tener una esposa si podía disponer de todas las mujeres que quisiera? Las esposas quieren amor, en tanto que las amantes suelen conformarse con dinero.
El Presidente también tenía una hermana, pero nunca se interesó por ella, y cuando ésta murió ni siquiera se tomó la molestia de asistir a los funerales. “¿Volvió a ver tres veces a su hermana, hasta que ella murió de peritonitis, a los setenta años? No había asistido a su entierro y creía recordar que en aquella época se hallaba en viaje oficial por América del Sur. Tenía sobrinos y sobrinas, que eran padres a su vez, pero él nunca había deseado conocerlos”.
¡Qué desgracia! Había entregado su vida a la política, y ahora los políticos se olvidaban de él: era para ellos como un monstruo sagrado al que había que mantener lejos para que sus opiniones y pareceres no influyeran de ninguna manera en el nuevo modo de hacer las cosas…
Cuando cierro el libro de Simenon, no puedo evitar sentir lástima por este pobre viejo nostálgico del poder. Era la suya una vejez triste, abandonada, solitaria. Y, de pronto, sentí miedo por mí mismo. ¡No, no! Yo no querría una vejez así.
¡Ah, si este egoísta hubiera pensado un poco más en aquellos que lo rodeaban! Pero él ni siquiera los vio, ocupado como estaba en rumiar sus obsesiones.
Cuánta razón tenía François Mauriac (1885-1970), el novelista francés, cuando escribió: “La vejez no arregla nada para quienes no poseen la paz de Dios. Cuando no está dirigida hacia la eternidad muy próxima, la vejez peligra con ser un tiempo de prueba redoblada, porque la imaginación en el viejo sustituye horriblemente a lo que la naturaleza le rehúsa. Es preciso que la vejez sea santa para que no sea atormentada”.
Yo también lo creo así. Si no está vuelta hacia Dios, la vejez peligra con ser la época más angustiante de la vida, el periodo más negro, la etapa más oscura. Pero, orientada hacia Él, toda vejez puede ser como la vejez de Abraham: una vejez sólida, vigorosa y llena todavía de esperanzas, como si siempre hubiese algo que esperar; como si el mañana pudiese aún traer el mensajero de algo nuevo.
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