El propósito de la visita del Papa es pastoral. Viene a proclamar el Evangelio, confirmar a los católicos en la fe y a mostrar su solidaridad con nuestro pueblo. Su mensaje deberá comprometer fuertemente a los católicos y, por su profundo humanismo, también será motivo de alegría para el conjunto de la sociedad. Entonces, resulta muy importante preguntarnos sobre la situación de la Iglesia que recibirá a Francisco.
Para responder, es necesario recordar que la vida eclesial está marcada por la diversidad de experiencias en donde obispos, clero, religiosos y laicos estamos involucrados hasta el tuétano. Ante la imposibilidad de abarcar tan amplia gama de realidades, me centraré en un problema de fondo, nodal, el cual se manifiesta de manera muy especial, mas no única, en el mundo académico y en el intelectual. Veamos.
Estoy convencido de que la Iglesia Católica hace mucho bien a la sociedad mexicana. Su acción pasa desapercibida ante los medios porque hacer el bien nunca será motivo de primeras planas y los intelectuales están muy ocupados en cosas “más importantes”. Sin embargo, su bondad la podemos apreciar en, por lo menos, dos aspectos.
Primero, en su labor que se extiende por los sectores olvidados de nuestra sociedad, víctimas de la cultura del descarte, que coinciden con la columna vertebral del viaje del Papa Francisco: indios, campesinos, familias, jóvenes, presidiarios, niños fuera y dentro del vientre de sus mamás y sus papás, sacerdotes, religiosos, trabajadores, enfermos, laicos de a pie, migrantes, y un largo etcétera.
Segundo, en que sus prácticas y tradiciones religiosas son un importante sostén de nuestra identidad cultural. Obvio, el católico no es el único componente de nuestra cultura, pero sin éste resultaría inexplicable, y para aceptarlo no se necesita ser un genio. Por ejemplo, nuestro calendario cultural sigue un ritmo litúrgico: Candelaria, Cuaresma, Semana Santa, Día de Muertos, Virgen de Guadalupe, Navidad, Reyes, a lo cual deben sumarse una cantidad ingente de fiestas familiares y patronales. Todas, prácticas cotidianas que fortalecen los lazos de solidaridad y misericordia entre los mexicanos, hasta trascender fronteras. Son una resistencia diaria contra la cultura del descarte.
Ahora, si bien es cierto que los católicos no podemos hacerlo todo, también lo es que podríamos ser una fuerza mucho más importante para la formación de una sociedad civil decidida a fortalecer una convivencia solidaria, subsidiaria y democrática. Esto, obvio, no requiere que cada mexicano sea católico; pero sí necesita que los católicos seamos capaces de dar testimonio de Jesús de Nazaret, para anunciar el Evangelio de la esperanza.
Justo es aquí, en el ámbito de la palabra, donde observo el problema más importante de la Iglesia en México y donde centraré mi reflexión.
Pero antes haré dos advertencias:
Primera, no creo en la crítica fácil que echa la culpa a los obispos de cuanto sucede. Mi experiencia me indica que en el promedio general de sus acciones son buenos pastores; pero también que no pueden hacerlo todo. Cargarles las tintas me parece una actitud injusta y, sobre todo, clericalista. Quienes creen ser críticos porque se ensañan con los obispos y sacerdotes, muestran una mentalidad profundamente clericalista, la cual consiste en reducir la vida de la Iglesia a la acción del clero. Los distintos clericalismos –sumisos o hipercríticos– coinciden en esperar de cada obispo un supermán de la gracia, un sabelotodo de las comunicaciones y un líder social sin paralelo, así como en transferirles las responsabilidades. Seamos claros. Cuando algo falla, somos los católicos quienes regamos el tepache como Iglesia –obispos, clero, religiosos y laicos–, con distinto grado de responsabilidad, según cada caso.
La segunda advertencia es que soy historiador y desde esta perspectiva enfocaré mis preocupaciones.
Pues bien, estoy convencido de que el más grave problema de la Iglesia en México es el catolicismo vergonzante, la costumbre de avergonzarnos de nuestra fe en el espacio público, e incluso en el privado, ocultando nuestra identidad hasta limitarnos a la práctica de un silencio pernicioso. Así, calladitos, resulta imposible anunciar el Evangelio con alegría, para dar razones de nuestra esperanza con sencillez, como San Pedro nos lo pidió.
¿En qué consiste este catolicismo vergonzante y cómo surge?
Continuaremos.
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