Misericordia, centro de la espiritualidad del educador cristiano

Homilía del Nuncio Apostólico en la Confederación Nacional de Escuelas Particulares

Queridos amigos y amigas:

El mensaje del Evangelio es, todo él, un mensaje de paz y de amor. ¡Cuánta paz alcanza un hombre que no está enemistado con otro! La paz que no es ausencia de guerra, sino presencia de Amor, presencia de misericordia, presencia de Dios.

Es esto lo que también ésta vez la palabra del Evangelio quiere ayudarnos a comprender: “Si su justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos, ciertamente no entrarán ustedes en el Reino de los cielos”. Jesús nos pone la disyuntiva, no porque estemos del todo mal, sino porque, particularmente en esta nuestra época, no raramente se olvida el deseo del Dios que dice: “Misericordia quiero y no sacrificios”. Algo que los discípulos no entendían entonces, y que, incluso hoy, nos cuesta trabajo entender. Comprender que el primer medio de formación del hombre y de alabanza a Dios pasa por la misericordia; que nosotros, cristianos, estamos llamados a ser trasmisores del amor que Dios ha tenido y tiene a la humanidad. Aquí está el centro de la espiritualidad de todo educador cristiano.

En la primera lectura, Ezequiel habla de justos y malvados. Expresiones que corresponden a nuestra manera de clasificar a los hombres: buenos y malos. Expresiones, sin embargo, que al profeta le son relativas, porque, según él, lo que verdaderamente dice de la persona, es aquello que la persona hace. Si quien se considera o es considerado justo obra mal, de nada le sirve la consideración propia o la de los demás. Y si quien se considera o es considerado pecador practica el derecho y la justicia, él mismo salva su vida. “Si el malvado recapacita y se aparta de los delitos cometidos, ciertamente vivirá y no morirá”.

Es la firme esperanza en el amor perdonador de Dios, que nos enseña Jesús quien, en el Evangelio de hoy, recordando que la antigua ley prescribe el “no matar”, pide a sus discípulos tomar en serio el empeño por amar y, en consecuencia, de evitar enfadarse con el hermano. Nos pide estar atentos a no ofender a nadie y a tener la disponibilidad de saber perdonar a quien nos ofenda; a saber perdonar. Perdonar a quien pide perdón. Como Cristo que siempre perdona al pecador que se arrepiente; que nos perdona a cada una y a cada uno, si le pedimos perdón. Por eso, en la Iglesia –dice el Papa Francisco–, “nadie puede ser excluido de la misericordia de Dios. Todos conocen el camino para acceder a ella y la Iglesia es la casa que acoge a todos y no rechaza a nadie. Sus puertas permanecen abiertas de par en par, para que quienes son tocados por la gracia puedan encontrar la certeza del perdón” (Papa Francisco, Homilía, 13.03.105).

También por ello, y seguramente desde su propia conciencia y convicción, el salmista cantaba: “Si conservaras el recuerdo de las culpas, ¿quién habría, Señor, que se salvara? Pero de ti procede el perdón, por eso con amor te veneramos”. Palabras que no necesitan comentarse, y sí, en cambio, deberían convertirse en nuestra plegaria frecuente y profunda. En plegaria que nos ayude a recordar que pecadores e imperfectos no son solo los otros, sino también nosotros. Nosotros que, debido a nuestro oficio y responsabilidad en la Iglesia y en la sociedad, más tenemos para perdonar y para ser perdonados. ¡Sí!, también nosotros debemos reconocer siempre nuestras culpas y pedir perdón para, desde ahí, colmados de luz y de fuerza con el abrazo de la misericordia del Señor, ser también nosotros misericordiosos con cada niño, adolescente y joven que, por vocación, acompañamos en su camino de formación integral, humano-cristiano. A cada una y a cada uno sin distinción. Igual que Dios. Siendo “padre” y “madre” para cada niño o joven, para cada uno de nuestros “próximos”.

Y esto es importante. Porque, no son raros los católicos que terminan instalándose cómodamente en la fe que confiesan con los labios, pero no con el corazón ni mucho menos con la vida. Una fe que, así, no logra tocar y reflejarse en las relaciones de la persona con Dios y con los demás. Se dice y se hace, no dejándose iluminar por la fe, sino dejándose llevar por lo habitual, lo acostumbrado, lo que se da por hecho. Un fenómeno del que el educador católico no está exento.

De suyo, lo que se opone a la verdadera fe no es, muchas veces, la increencia, sino la falta de vida. ¿Qué significa realmente Dios en nuestro diario vivir? ¿Qué importancia asume el credo que pronuncian nuestros labios, si en nuestra vida falta el esfuerzo de seguimiento sincero a Jesucristo? ¿Acaso hemos reducido nuestra fe a palabras, ideas, sentimientos o hasta a supuestos? ¿Hemos olvidado que la fe es una actitud y un estilo de vida ante Dios y ante la sociedad, que si verdadera, no puede no tomar fuerza para convertirse en “luz” para el mundo y en “sal” para la tierra? Los cristianos deberíamos tener presente que lo que verdaderamente creemos, es aquello que expresamos con nuestra vida entera y no sólo con las palabras; que, en consecuencia, la fe la viven verdaderamente, no los que “hablan”, sino sólo quienes se esfuerzan por traducir en hechos el Evangelio.

Y esto es esencial al educador católico; a su espiritualidad: Tener presente día a día y a cada momento que, el suyo, es un ministerio llamado a vivirse, desde la fe, en la Iglesia y con la Iglesia, y a traducirse en hechos, en misericordia, paciencia, ternura, cercanía, amor, superando la justicia de los escribas y fariseos y a partir de una adecuada concepción del hombre como persona en comunidad de personas, persona con la dignidad que le da el haber sido creado a imagen y semejanza de Dios, salvado y redimido por Cristo y hecho templo del Espíritu Santo. Dignidad que el educador católico, en su trato con cada uno de los educandos, jamás debería perder de vista, recordando la palabra del Señor que dice: “Todo lo que hagan a uno de estos más pequeños, lo hacen a mí” (Mt. 25, 40).

El educador católico debe, obviamente, realizar su tarea educativa con indiscutible y creciente profesionalidad y competencia, pero no sólo. Porque su tarea, específicamente católica, está ante todo enmarcada, y debe ser asumida, en una sobrenatural vocación cristiana que reclama ser efectivamente vivida como tal, con la plenitud de vida y la radicalidad de compromiso personal que el término encierra, y que al mismo tiempo abre a amplísimas perspectivas para ser vivida con alegría y entusiasmo.

En su dimensión original, la escuela católica es lugar de acción evangelizadora por parte de la Iglesia. Educar en la escuela católica, fundamentalmente es, en consecuencia, evangelizar. Por ello la escuela católica es católica de tiempo completo. Porque lo cristiano debe abarcar todas las dimensiones de la escuela: sus objetivos, planificación, selección de contenidos, estilo de comunicación, dimensión pedagógica y didáctica, lo administrativo, el acuerdo de convivencia y, en fin, toda su actividad. La persona de Jesús y su Evangelio son, por tanto, el fundamento de todo el proyecto y ambiente educativo de la escuela católica que, en razón de su identidad y de su raíz eclesial, debe aspirar a convertirse progresiva y crecientemente, en comunidad cristiana, en comunidad de fe capaz de crear relaciones de comunión cada vez más profundas, alimentadas por la relación vital con Cristo y con su Iglesia.

Bajo esta luz podríamos afirmar que el camino a seguir, –de todo cristiano, pero particular y específicamente de todo educador católico–, es el que con una breve frase nos propone San Pablo, diciendo: “Tengan entre ustedes los mismos sentimientos de Cristo Jesús” (Fil., 2,5). “Apropiarnos”, por tanto, de los sentimientos de Cristo, y para ello, “recomenzar siempre desde Cristo” buscando y disponiéndonos al encuentro siempre nuevo con Él: Encuentro íntimo y personal. Porque, -como escribió el Papa emérito Benedicto XVI al inicio de su carta sobre el amor-: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva” (cf. Deus Caritas Est, n. 1). El cristiano, -y el educador católico-, por tanto, es quien habiendo encontrado a Cristo, su Persona, decide hacerse discípulo suyo y misionero de su palabra: con la voz, con la vida, con los hechos. Un punto que nos lleva nuevamente al fundamento de la espiritualidad: no hay cristiano, no hay educador católico y no hay estudiante o hijo cristiano si no hay encuentro con Cristo. Es este el fundamento de una espiritualidad que, si seriamente vivida, podrá ser la clave para lograr la síntesis fe-vida-cultura, que es la especificidad de la catolicidad del educador y de la escuela.

La espiritualidad no es, sin embargo, solo asunto personal, sino también comunitario. De suyo, lo que hace verdaderamente eficaz el testimonio de especificad católica en la escuela, es la espiritualidad de comunión; aquella que se traduce en capacidad de sentir al hermano de fe en la unidad profunda del Cuerpo místico y, por tanto, como “uno que me pertenece”; en capacidad de la comunidad cristiana de hacer espacio a los diversos dones del Espíritu, en una relación de reciprocidad, fraternidad y solidaridad entre las diversas realidades, vocaciones y personas presentes y actuantes en la escuela: formadores, educadores, directivos, padres de familia, colaboradores, educandos. De este modo, abriendo espacio a los dones del Espíritu, la comunidad educativa reconoce la diversidad como riqueza y construye puentes. Nos hace, más aún, ser nosotros mismos puentes. ¡No puentes de piedra!, sino de misericordia, de cercanía, de ternura; puentes para ayudar a los demás; puentes para ser facilitadores de relaciones con Dios, con y entre todos los educandos y entre todos nuestros prójimos, especialmente con los que están en dificultad. Y todo, apropiándonos de la lógica de Dios, de los “sentimientos de Cristo”, de su modo de mirar al mundo, su historia, la humanidad y a todo ser humano. La lógica de Dios que abraza y acoge a cada uno con su misericordia, trasfigurando el mal en bien, la impaciencia en humildad, la condena en salvación y la exclusión en anuncio.

Hoy, al presentar al Padre el sacrificio de su Hijo, roguémosle que ayude a todos y cada uno a responder coherente y fielmente a su vocación de educadores católicos y, por tanto, al llamado del Señor a ser “entre los suyos”, pastores a imagen del Buen Pastor.

Que los ayude a dar testimonio creíble de la fe, de la comunión y de la esperanza cristiana con clarividencia y fortaleza para, así, hacer llegar con amor misericordioso la Buena Nueva de Cristo a la vida y a los corazones de todos, siendo signo de la presencia de Dios en medio de la sociedad: presencia del Dios que nosotros hemos conocido, seguimos y anunciamos con alegría, en y por Jesucristo el Señor, siempre compasivo y misericordioso.

Así sea.

 

 

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