En estos momentos agradezco no ser legislador, para no tener que enfrentar semejante dilema; obviamente, en el presupuesto de que después deba justificar mi posición, por lo menos frente a la ciudadanía que me ha elegido.
Es verdad que siempre resulta fácil escudarse en la “línea del partido”, o hay maneras de disimular la presión del lobby que impulsa la reforma legislativa. Pero, finalmente, de cara a la conciencia personal, no es fácil tomar la decisión. Pienso que problemas como legalizar la mariguana en el fondo evidencian el callejón sin salida, repleto de contradicciones, en el que actualmente ha naufragado la labor legislativa.
¿Con respecto a qué debo legislar?, ¿cuáles son los parámetros aceptables? Siempre es posible marear un poco con los números, que hábilmente manipulados, funcionan como el mejor prestidigitador. Una buena estadística, hábilmente presentada, se puede llamar en favor de la propia causa, ocultando, claro está, la que no favorece. Se pueden invocar los ejemplos de otros países que la han legalizado, pero habrá que interpretar sus resultados. ¿Han acabado completamente con el crimen proveniente del narcotráfico?, ¿cuál ha sido el impacto real en su juventud?, ¿ha habido alguno que sencillamente reconozca su craso error y la imposibilidad de volver atrás?, ¿ha habido alguno que haya echado marcha atrás y por qué?
Sin embargo, la cuestión de fondo no estriba allí. No se trata de una simple decisión utilitarista, donde tenga que reducir los planteamientos a algún tipo de número, de magnitud medible, en la que “matemáticamente” pueda evidenciar cuál ley produce mayor cantidad de bien. No es una simple resta: “bien obtenido, menos mal causado”, cuya diferencia sirve para determinar lo que finalmente debe hacerse. La cuestión es más profunda. Visto el historial legislativo, si en la práctica hemos permitido todo al libre arbitrio de los individuos, ¿en base a qué podemos afirmar, por ejemplo, que no se debe legalizar la mariguana?
Si actualmente el criterio imperante es satisfacer las exigencias de los individuos y garantizar el máximo ejercicio de sus libertades, entendidas éstas incluso como la posibilidad de satisfacer todo género de caprichos, ¿por qué no dar el siguiente paso lógico legalizando la mariguana? En el fondo se trata de la misma “inercia legislativa”, un paso que, tarde o temprano, sabíamos que íbamos a dar, algo inevitable. Y una vez legislada la mariguana, ¿por qué no la cocaína? Es como el aborto, una vez permitido en las primeras ocho semanas, ¿por qué no en diez?, y cuando llegamos a diez, ¿por qué no a libre elección de la mujer?, ¿por qué no incluso matar al niño recién nacido, si a último momento se decide que no se desea o se le descubre alguna falla?
El problema es que se ha perdido la noción de criterio y con ella la de medida; o mejor dicho, el único criterio y medida inobjetable es la voluntad del individuo. Pero al caer en este juego de máxima satisfacción ciudadana, el Estado y la ley han tenido que replantear su sentido. ¿Para qué sirve la ley?, ¿para qué el Estado? ¿Para evitar que nos matemos unos a otros?, ¿para defender los intereses de los individuos? ¿Puede el Estado definir qué es lo bueno y orientar las leyes hacia su consecución?, ¿quién determina qué es lo bueno?
La ley tiene una clara función educativa y, guste o no, funciona como índice de moralidad. Antes el Estado consideraba bueno que las familias estuvieran unidas, y no permitía el divorcio. Después pensó más en las partes involucradas y lo permitió. Antes el Estado pensaba que la vida era sagrada y prohibía el aborto, hasta que decidió que era sagrada excepto si causaba grave incomodo a la madre y lo permitió. Antes pensaba que era bueno que los niños tuvieran papá y mamá, hasta que descubrió que había personas a las que esto molestaba y se consideraban discriminadas, permitió entonces la adopción gay.
Así ha hecho con la moralidad pública, las ludopatías, y un largo etcétera. Luego, el Estado está allí para satisfacer todos nuestros deseos, garantizar todas nuestras “libertades”, incluida, por supuesto, la de drogarnos (aunque lleve consigo la pérdida de la libertad por contraer un vicio). No le corresponde al Estado decidir qué es bueno o malo, eso lo hace cada uno en la intimidad de su conciencia, al Estado le corresponde garantizarnos que podemos hacer siempre lo que deseamos.
Con estos antecedentes vuelvo a la pregunta inicial, ¿con qué fundamento el Estado puede oponerse a la legalización de la mariguana y de todo lo que venga después?
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