En las Apariciones Marianas –reconocidas por la Iglesia Católica–, los videntes han sido personas “limpias de corazón”. Pues sabemos con certeza de la promesa de ver a Dios cara a cara y de ser semejantes a Él. La pureza de corazón es el preámbulo de la visión (CIC 2519). La sexta bienaventuranza proclama: “Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8).
Cuando San Juan Diego, al ver a María, lo primero que hizo fue postrarse, sin miedo, y escucharla. En cierto modo, quien se esmera en escuchar, se entrega, no opone resistencia. Deja ser poseso de la mirada de Nuestra Señora: con una mirada limpia el bautizado se afana por encontrar y realizar en todo la Voluntad de Dios (cf CIC 2520).
Sólo así, María enseguida le permite a Juan Diego conocer el Misterio de Cristo en María y le comparte su misión: “le descubre su preciosa voluntad”. A lo que Juan Diego con sensatez, mediante la disciplina de los sentidos y la imaginación, no dio tiempo a la complacencia de los pensamientos impuros que inclinan a apartarse del camino de los mandamientos divinos (cf CIC 2520).
Se sabe que Juan Diego vivía la castidad de la viudez, incluso antes de serlo, como lo asienta el padre Francisco de Florencia; piensa también la posibilidad de que Juan Diego y su esposa María Lucía, además de tener un hijo, hayan adoptado a alguno de los niños huérfanos de las guerras, ya que este matrimonio, después de oír de los franciscanos el valor de la castidad, decidieron vivir en ella el resto de sus días.
San Juan Diego tiene la capacidad de ordenar la mirada y los gestos en conformidad con la dignidad de María (cf CIC 2521), dado que en Ella reconocía la relación entre el Dios verdadero y su pueblo. Además, la limpieza de corazón de Juan Diego purifica y eleva las costumbres de su pueblo (cf CIC 2527); tanto así, que para Juan Diego, auxiliar a su tío moribundo es más sagrado que volver con el Obispo.
Ciertamente que Juan Diego por un momento breve se confundió, los pensamientos de su corazón cambiaron el orden de Dios. Pero fueron las palabras de María –quizá las más conocidas del Nican Mopohua– que con ternura sobrenatural nos descubren en su sentido más profundo la Paternidad de Dios y, de la misma manera, la Maternidad de María; como si María al pie de la Cruz de Cristo le estuviera diciendo “al discípulo amado” (cf Jn 19, 26-27): “¿No estoy Yo aquí que soy tu Madre?”.
La pureza de corazón despierta la conciencia personal y común de que el sentido de la vida es realizar la misión de los hijos de Dios: hacer la Voluntad del Padre, incluso en el más breve atisbo del pensamiento personal. Mientras se consume la Parusía de Cristo, todos aquellos que miran a la Virgen María y se dejan mirar por Ella, tienen un camino seguro para alcanzar la pureza de corazón y la castidad del cuerpo.
Más aún cuando se trata de mirar la Imagen Venerable de Nuestra Señora de Guadalupe, pues se ha demostrado que no fue acción humana, sino la Voluntad Divina, quien nos la dio y nos la conserva hasta nuestros días. Por ello, al pedir María un Templo, nos pide ser cultura nueva: que hace lo que Dios dice (cf Jn 2, 5). De ahí que los Guadalupanos podemos y debemos responder como aquel campesino interpelado por San Juan María Vianney al pasar más de una hora frente al Sagrario: “Yo le miro, Ella me mira”.
Junto a la Cruz de Cristo, la Tilma de San Juan Diego es signo seguro de purificación del alma, garantía de acompañamiento en el camino de la pureza del corazón y de la castidad del cuerpo, para poder ver a Dios en nuestra vida cotidiana. San Juan Diego Cuauhtlatoatzin es nuestro modelo de discípulo amado, que se niega a sí mismo: dona su Tilma, y con ello hace que toda una cultura viva al amparo de la Primicia de salvación: Santa María de Guadalupe.
Su Santidad Francisco nos da ejemplo al decirnos que viene a estas tierras más que a mirar a María de Guadalupe, viene a ser mirado por Ella.
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