Citas, opiniones y comentarios

A propósito de su “Ulises”, confesó una vez James Joyce (1882-1941): “He puesto en él tal cantidad de enigmas y confusiones como para inquietar y dar trabajo a los profesores durante siglos, en procura de qué quise decir. Éste es el único modo de asegurarme la inmortalidad”.

En efecto, hay partes en el “Ulises” que son francamente ilegibles. Por eso, practicando el arte de la renuncia, he hecho el libro a un lado y me he puesto a leer otras cosas. ¡Pobre James Joyce! ¿Qué me importa a mí lo que quiso decir? Y, por lo demás, no pienso pasarme los años de mi vida, tan escasos, tratando de entender lo que quiso o no decir. ¡Es tan corta esta vida! La confesión de James Joyce me hace sonreír por su ingenuidad, y me hace recordar lo que una vez advirtió Sören Kierkegaard (1813-1855) a un joven esteta que se daba aires de enigmático: “Sé sencillo. Tú quieres parecer oscuro. Date cuenta que hay millones de personas en este mundo a quienes no les interesa descifrar tu enigma”.

“Sólo se aprende a escribir un libro escribiéndolo –dice André Maurois (1885-1967) en una de sus Cartas a la desconocida–. En este oficio, como en todos, es preciso, tras una breve deliberación, arrojarse al agua”. La deliberación, pues, debe ser breve. El que dedica demasiado tiempo a pensar qué es lo que va a escribir –y, por extensión, lo que va a hacer–, no escribirá nunca nada –ni hará nada en la vida, tampoco–. Tenía razón Alain (1868-1951), el filósofo francés, cuando definió en su día: “La pereza consiste en un deliberar sin fin”. De Alain es también esta frase verdadera: “Nada tarda tanto como aquello que no se empieza”.

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“En la Iglesia –aclaró Bossuet (1627-1704) un día– hacemos los panegíricos de los santos, menos para celebrar sus virtudes, que ya están coronadas, que para aprovecharnos de sus ejemplos”.

“¡Qué difícil es que un rico se salve!” (Lucas 18, 24), exclamó una vez Jesús para prevenir a sus discípulos. Y, comentando estas palabras, advirtió a sus oyentes el gran Bossuet: “No me digáis que la frase evangélica tiene poco que ver con vosotros porque no sois ricos. Si no lo sois, queréis serlo, y la maldición de las riquezas cae tanto sobre los que ya las tienen como sobre los que las anhelan”.

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De San Serafín de Sarov ((1759-1833) es este criterio de discernimiento espiritual: “Cuando el hombre recibe en su corazón algo divino, se regocija; cuando es algo demoníaco, se inquieta”. De esto se deduce: si el pensamiento que te ha asaltado hace que abras las alas y eches a volar, feliz de la vida, este pensamiento, no lo dudes, viene de Dios; si, por el contrario, te deprime, te abate y te hace morir de miedo, ese pensamiento, tampoco lo dudes, viene del Maligno. ¿Quieres, pues, vencer al enemigo? Es muy sencillo: no consientas los pensamientos tristes.

Una mujer, mientras se lleva a los labios por la mañana su primera taza de café, piensa en su hijo, que se ha ido a estudiar a la lejana Ucrania. “¡Dios mío! –gime desconsolada–. ¿Qué va a ser de él? ¿Qué va a pasarle allá? ¿Y si se muere de frío? ¿Y si le da una pulmonía? He oído decir que allá, a pesar del calentamiento global y todo eso, los fríos siguen siendo inclementes. ¡Oh, pobre hijo mío!”.

Según San Serafín de Sarov, este pensamiento no puede venir más que del diablo. Vendría de Dios si la mujer se dijera: “¡Qué dicha la de mi niño! ¡A mí también me hubiera gustado, cuando era joven, conocer Ucrania! ¡Y Kiev, la capital! Dicen que es una ciudad muy bonita, pero yo tengo que resignarme a no conocerla más que a través de los cuentos de Chéjov. La próxima vez que hable con Pablo le diré que, por si no lo sabe, es un muchacho muy afortunado”.

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En uno de sus libros, Jean Guitton (1901-1999) reproduce a retazos un diálogo que sostuvo con su maestro el Padre Pouget a propósito de la persona de Jesús: «“Cristo –le dijo éste– tuvo una túnica de una pieza y probablemente usó sandalias. No usaba sombrero, pero sí larga cabellera. No se sabe de nada que llevara en la cabeza, a excepción de la corona de espinas”. El hecho de esa sola túnica le llenaba de contento, pues él sólo tenía una sotana. Y recuerdo muy bien el gozo con que citaba los consejos que diera Jesús a sus apóstoles cuando les envió en misión por primera vez “sin impedimenta y con el aparato de la pobreza”. “Y vea usted”, me seguía diciendo, “no debían saludar a nadie, pues cuando la gente se encuentra en el Oriente no termina nunca de hablar”. La multiplicación de los panes le inspiraba esta observación: “Pan y peces, los alimentos de los pobres”».

De Guitton es también esta afirmación: “No me escandaliza que los antiguos hayan representado a sus dioses con formas de animales. Me parece que la serenidad de los animales es la imagen que conviene a lo divino”. ¿Hay algo más tranquilizador y más inmóvil que una iguana tomando el sol? La iguana no tiene prisa; apenas se mueve. ¡Tal vez el Señor haya creado a las iguanas con el único fin de enseñarnos el arte de la quietud, la profesión del reposo!

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“Como siempre, los libros siguen siendo consoladores, naves ligeras y seguras a través del tiempo y del espacio… Mientras se tenga un libro en la mano y la libertad de leerlo, una situación no puede ser desesperada” (Ernst Jünger).

 

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