El desafío del profesor

Mucho se ha hablado sobre la crisis de autoridad que existe en la sociedad actual. Parecería que la autoridad es simplemente tolerada, de forma que se busca acotar al máximo su ámbito de intervención. Como a regañadientes nos sometemos a ella, y eso cuando la reconocemos. En ocasiones simplemente la ignoramos, o hacemos burla sobre la banalidad de sus pretensiones. Dicha crisis es transversal, afecta a la autoridad política en la sociedad, pero quizá de forma más lacerante, a la familiar. Sin embargo, el ambiente donde se manifiesta de forma más aguda esta carencia es el escolar.

En efecto, muchas veces la autoridad aquí no es reconocida ni respaldada, en la práctica –no así en la teoría– ni por los alumnos –lo cual no resulta excesivamente novedoso– ni por los padres, lo que si supone una notable excepción, que debilita hondamente el sano ejercicio del docente. La sociedad es dinámica como lo son los tiempos, y quedan lejanos, o por lo menos muy marginales geográficamente,  aquellos contextos en los cuales la autoridad del profesor era indiscutible en su entorno inmediato. Todavía es así en lugares marginados, donde necesitan acuciantemente su trabajo, y por ello lo reconocen y agradecen. Pero en el marco de las ciudades, por lo general, ya no es así.

El profesor no está respaldado ni por los alumnos, ni por los padres, ni por las leyes. Con frecuencia tiene todo en contra para realizar su labor, debiendo ser un auténtico mago para poder captar la atención y el respeto de sus alumnos, sin vulnerar ninguna de sus prerrogativas, derechos, o excederse en las formas, de manera que venga a ser descalificado por los padres, cuando no acusado, incluso legalmente.

Es verdad que puede tratarse de un efecto péndulo. El que escribe estas líneas todavía recuerda cómo era normal recibir algún castigo físico en tercero de primaria: reglazo en las yemas de los dedos, jalón de orejas o patillas, y un largo y creativo etcétera, que te motivaban a estar bien sentadito, y que eran aprobados tácitamente por todos, sin que al parecer nadie sufriera un trauma del que no se haya recuperado. En segundo de secundaria, cuando el grupo estaba muy inquieto, era normal salir al patio y estar diez minutos con los brazos en cruz, o dar dos vueltas al campo de fútbol haciendo “patitos” (en cuclillas), para recuperar la calma como por arte de magia. Si hacías algo mal y el profesor te castigaba, cuando aquello llegaba a oídos de tus padres, recibías un segundo castigo en casa, para asegurar la enmienda y corrección.

Si bien todo aquello pudo prestarse a abusos, y si nos vamos para atrás en el tiempo quizá llegó a haber auténticos casos de crueldad con la excusa de mantener las disciplina, ahora en cambio, realmente es casi un milagro el conseguirla. El profesor, además de conocer su asignatura debería asistir a algún curso con “encantadores de serpientes”, pues realmente son muy pocas las herramientas lícitas consideradas aptas para obtener tal objetivo. Obviamente, es impensable “tocar ni con el pétalo de una rosa” a ningún alumno, pero tampoco decirle alguna palabra un poco más fuerte, incluso con el tono de voz. Todo tiene que ser por convencimiento, pero claro, un niño inquieto, hiperactivo, acostumbrado a los estímulos y satisfacciones inmediatos de los juegos de video, es difícil que preste atención por interés o por ser buena gente.

Los papás ya no le creen al profesor, le creen a su hijo, y todos sabemos que los niños, con frecuencia, sin que haya especial malicia en ello, son convenencieros u oportunistas, “maquillan” las cosas para exculparse o trabajar menos. Pero no solo eso, parece que una exigencia del buen padre incluye armar zafarrancho por cualquier nimiedad, e incluso amenazar con pleito legal al profesor o al colegio por detalles pequeños o errores de ordinaria administración. Lo triste es que no sólo sale perjudicado el profesor, sino el alumno mismo, que si es “vivo” se da cuenta de que es el amo y señor de la situación. La sociedad entera resulta afectada, pues por mucho que nos pese, necesita para su ordenamiento de la autoridad, y si esa no se acepta ni en el hogar ni en la escuela, no tiene donde asimilarse. Se irá gestando una sociedad anárquica, poblada de un conjunto de tiranos inmaduros, desconocedores de la más elemental disciplina. Quizá es tiempo de que el péndulo quede en reposo y recuperemos el justo medio.

 

@voxfides

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