Pienso que, en general, a todos nos da alegría celebrar el “Día del Padre”. Es un gesto de gratitud hacia quien ha hecho posible el hecho, sencillo y sublime a la vez, de existir. Le debemos la vida, y siendo esta un don, a pesar de los sinsabores que nunca faltan, la acción de gracias se impone en las personas de buena crianza.
Siendo esto verdad, tampoco se puede obviar que la “paternidad” ha entrado en crisis, y ello por múltiples flancos. Por un lado está la presión ideológica del feminismo a ultranza, que denuncia desmesuradamente las estructuras machistas que históricamente han cristalizado en la sociedad. Se ve entonces a la “paternidad” como antagónica de la “maternidad”, no como su complemento, y se la culpa muchas veces de la sujeción de esta última a la primera. Habría que abolir el papel del varón, pues la mujer es la que gesta y pare con dolor al hijo. Al mismo tiempo, la ideología de género denuncia los roles culturales que ha asumido la figura paterna, como proveedor del hogar y cabeza de familia, lo que ha llevado, en la práctica, a la sujeción, muchas veces mediante la violencia, de la mujer.
A las discusiones ideológicas se aúna la realidad más precaria. Con bastante frecuencia, tristemente hay que admitirlo, muchos varones se desentienden de su oficio de padres. Las causas y modalidades de tal abandono son múltiples: desde no reconocer al hijo que se ha engendrado, dejando a la mujer encinta con todo el problema, hasta abandonar a la familia por motivos laborales, por buscar un escape sentimental, o sencillamente por huir de las responsabilidades. A ello se une la carencia efectiva del padre, es decir, formalmente está allí, en el hogar, pero su corazón y su alma están ausentes: ni le da cariño a la mujer, ni muestra interés por los hijos. Lo anterior se ha agravado a medida que la inmadurez se ha generalizado en la sociedad: a los hombres les interesan más sus hobbies, sus amistades, su trabajo que su familia. El agudo individualismo hiere el corazón del hogar, siendo afectados todos: la mujer, los hijos, y el mismo varón, al descubrir, tardíamente quizá, que ha destrozado a su familia y malgastado su vida.
A lo anterior se une la “juridización” (perdonar el neologismo) de la familia. Es decir, en la legislación y en la jurisprudencia se ha privilegiado al individualismo frente a lo familiar. El individuo prima sobre la familia, y por tanto, esta última institución vital resulta desprotegida. Ya no sólo es que se pueda diluir con facilidad el vínculo matrimonial, sino que se puede reinventar al gusto del individuo. Si a ello se une el negocio jurídico que suponen las quiebras matrimoniales, la disolución familiar está servida. Ahora bien, en esa disolución –al revés de lo que antaño sucedía- los platos rotos los suele pagar el padre. En efecto, él tiene que hacerse cargo de la prole, y si comienza un nuevo compromiso, debe en la práctica ganar lo suficiente para mantener a dos familias.
Quizá merezca la pena hacer un particular hincapié en este último punto. Pues con frecuencia se utilizan los tribunales familiares como ajuste de cuentas, cuando no como venganza de la mujer frente al varón, por las heridas reales o imaginarias sufridas en la espuria vida matrimonial. La mujer, en efecto, es la beneficiada con las ayudas económicas y quien se queda habitualmente a cargo de los hijos. No es raro que la mujer se aproveche de la situación y manipule, cuando no extorsione por dinero al varón, para permitirle ver a sus hijos, lo que en realidad es un derecho tanto del padre como de los niños. No deja de ser lamentable que la mujer se aproveche de una ventaja jurídica para chantajear al varón y obtener pingües beneficios económicos, en detrimento tanto de los derechos del padre, como del desarrollo armónico de los hijos.
Por todo lo anterior es deseable que, después de una cultura marcadamente machista, el péndulo, cargado jurídicamente hacia el individualismo y el feminismo, encuentre de nuevo el justo medio. Los hijos serán los primeros beneficiados, pero los padres y las madres también. El egoísmo y el individualismo nunca han conseguido la felicidad del ser humano, constitutivamente diseñado para amar, es decir, para darse a los demás, aún a costa del sacrificio.
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