El Papa Francisco ha querido dedicar este año a considerar la misericordia divina, es decir a poner particular hincapié en este atributo de Dios, a sentirnos embriagados por Su ternura y misericordia. Sólo así también nosotros podemos convertirnos en portadores de ella en medio de un mundo lacerado por el egoísmo y la indiferencia. Son múltiples los caminos que conducen a introducirnos en tan consolador misterio (la misericordia de Dios con nosotros y de nosotros con el prójimo), uno particularmente fecundo consiste en redescubrir la vida y los ejemplos de los santos, pues ellos reflejan de forma asequible a nuestra limitación humana, las riquezas de los dones divinos.
Un santo contemporáneo que quizá no estábamos acostumbrados a relacionar con la misericordia, probablemente debido a clichés simplistas, a etiquetas prefabricadas, es san Josemaría, fundador del Opus Dei, cuya fiesta se celebra el 26 de junio. En realidad todo santo encierra, de alguna forma, los trazos principales de la vida cristiana, dentro de los cuales no puede faltar la misericordia, pero ella se descubre de modo novedoso en cada uno. Quizá cuando escuchamos hablar de “misericordia” inmediatamente la asociamos con santa Faustina, así como cuando se habla de “infancia espiritual” viene a la mente santa Teresita. Siendo correcta la relación, estas dos experiencias espirituales no agotan ambos misterios; san Josemaría también experimentó intensamente ambas realidades en su vida espiritual y, más importante aún, enseñó a otras personas el camino para incorporarlas a sus vidas.
San Juan Pablo II definió a san Josemaría como “el santo de lo ordinario”, pues nos enseña a redescubrir la “grandeza de la vida corriente”, pues allí es donde encontramos el don de Dios y lo manifestamos a nuestros semejantes. Precisamente en esa vida corriente descubrió la profundidad de la misericordia divina por cada uno, así como el camino para vivirla con los demás. Donde más intensamente experimentaba la realidad de la misericordia divina era en el sacramento de la confesión, al que cariñosamente llamaba “sacramento de la alegría”. Se pasmaba ante la realidad de “un Dios que perdona” e invitaba a otras personas a caer en la cuenta de lo que ello implica. La alegría de saberse perdonado y comprendido, el gozo y la libertad interior que supone no tener que ir arrastrando todo un caudal de miserias personales, nos libran de nuestro pasado negativo, para caminar con paso firme y confiado hacia el futuro.
La conciencia de la necesidad absoluta que tenemos de la misericordia divina se agudizó progresivamente en su vida espiritual, paradójicamente gracias a la experiencia del mal. En efecto, percibir el odio religioso desatado furiosamente durante la guerra civil española y en los años inmediatamente anteriores a ella, le condujo a pedir más intensamente la misericordia divina para acortar tan terrible prueba. Más tarde, al sufrir de un modo muy vivo los desórdenes que se produjeron dentro de la Iglesia durante el post-concilio (años 60 y 70 del siglo XX), los cuales inducían al error y a la confusión a multitud de almas, encontró en la misericordia divina un lugar seguro de esperanza, y aquello le llevó a clamar con mayor intensidad por ella, hasta el punto de difundir ampliamente la breve oración “Corazón sacratísimo y misericordioso de Jesús, danos la paz”.
Probablemente, sin embargo, la principal profundización de san Josemaría en la misericordia divina se encuentra en su modo de enseñar a vivirla en la vida cotidiana. Animaba a tener el “corazón en carne viva”, transido por “los mismos sentimientos de Jesucristo”, y a manifestar esa actitud principalmente con quien tenemos más a mano. La misericordia primero con quienes convivimos, con quienes están cerca: el esposo o la esposa, los padres, los hijos, los compañeros de trabajo, los vecinos. El “sentir con ellos”, el “hacerse cargo” de su situación, la mirada benevolente, la caridad que “más que en dar, está en comprender”, son todas ellas manifestaciones de una misericordia habitual, asequible, pero no por ello fácil, que supone una continua conversión hacia Dios, y que es impulsada por la conciencia de ser nosotros los primeros necesitados de la ella, eliminando así cualquier inoportuno sentimiento de falsa superioridad moral con el prójimo.
@voxfides
comentarios@yoinfluyo.com
* Las opiniones expresadas en esta columna son de exclusiva responsabilidad del autor y no constituyen necesariamente la posición oficial de yoinfluyo.com