A petición de una amable lectora, desarrollo una serie de ideas sobre lo que podría denominarse “feminismo cristiano”.
Es preciso aclarar que el adjetivo “cristiano” no es privativo ni excluyente. Podría llamarse también “feminismo de rostro auténticamente humano”, pues personas de otras religiones, o sin ella, pueden compartir sus principios; pero prefiero no llamarlo así porque supone descalificar de entrada otros tipos de feminismo.
¿Qué distingue entonces al feminismo cristiano? La piedra de toque bien podría ser valorar la maternidad como una forma, la más excelsa quizá, de realización femenina (no considero aquí el celibato por el reino de los cielos, pues tiene un componente sobrenatural). Es decir, muchas corrientes feministas, algunas de ellas en boga, consideran la maternidad y la familia como una forma de opresión de la mujer. Casi todas ellas son herederas de una hermenéutica izquierdista de la historia y la cultura, y por ende, de la familia y la persona.
En segundo lugar, el feminismo cristiano no ve la relación hombre-mujer como un enfrentamiento necesario. No existe tal contraposición dialéctica inevitable entre ambos sexos (prefiere usar la palabra sexo a género, por ser esta última ambigua y cargada de contenido ideológico). No niega que históricamente han existido abusos, vejaciones, sometimientos. Reconoce que hay que eliminarlos de raíz, y que todavía perviven en extensos extractos de la población sus lamentables secuelas, como pueden ser los casos de violencia contra la mujer, o sencillamente la diferencia en los sueldos y las oportunidades laborales para la mujer. Pero no siempre, ni en todos los casos, ni la mayoría de las veces la relación es de lucha, confrontación, enfrentamiento. Cabe, y se da de hecho, una auténtica relación enriquecedora entre ambos sexos.
Mujer y varón son iguales en dignidad, pero diferentes en cuanto al modo de ser. Varón y mujer constituyen dos formas de ser persona humana, distintas, complementarias. La diferencia no estriba solamente en el hecho de tener diferente aparato genital. Es mucho más profunda. Es física (morfología, musculatura, arquitectura cerebral) y, consiguientemente, espiritual: modos diversos de pensar, de sentir, de vivir los acontecimientos, de expresar los sentimientos. Es un clásico a este respecto el texto “Los hombres son de marte, las mujeres de venus” (John Gray).
Por eso mismo, la diferencia no es sinónimo de discriminación o dominio, como pretenden otros tipos de feminismo, buscando eliminar de esa forma todo vestigio de “diferencia”, reduciéndola a mero constructo cultural. El feminismo, cuando cae en esta tentación, deviene ideología de género.
Por el contrario, para el “feminismo cristiano”, diferencia equivale a valoración. Reconocer la auténtica aportación femenina a la familia, la sociedad y el mundo, la cual el hombre por sí mismo no puede conseguir. Necesitan el hombre y el mundo de la contribución femenina. Daña a la identidad fémina el hecho de buscar emular o copiar a toda costa los moldes masculinos, y supone tácitamente infravalorar lo propiamente femenino. Contra este error de percepción protestamos hombres (pues las necesitamos) y mujeres (que valoran su aportación personal, el toque femenino).
La diferencia entre hombre y mujer no está entonces en la cultura, sino en la propia estructura del ser humano, su modo natural de ser, mujer u hombre. Por el contrario, la cultura trabaja o se elabora sobre esta diferencia original, dando lugar a formas más o menos logradas.
La cultura se puede cambiar o mejorar, lo está haciendo de hecho, y es preciso tener un olfato crítico, pues no necesariamente el cambio es para bien; puede ser, es y ha sido en ocasiones positivo, pero también, a veces, negativo.
Lo que no puede cambiar, lo que no se puede cancelar, es la diferencia. Pretender hacerlo, sí que es una vana construcción cultural, la cual caerá con el tiempo, por ser falsa, y por ello mismo insostenible, aunque la pregunta que está en el aire ahora es ¿a qué precio?
Por ello, hoy es más necesario que nunca un auténtico feminismo cristiano; una valiosa muestra puede encontrarse en la carta “Mulieris dignitatem”, de San Juan Pablo II.
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