14 Aniversario de canonización de San Josemaría Escrivá de Balaguer

Era la Semana Santa de 1974. Tenía escasos 22 años cuando conocí al Fundador del Opus Dei, san Josemaría Escrivá de Balaguer, en Roma, con ocasión de un congreso internacional universitario al que asistieron estudiantes y profesores de los cinco continentes.

Desde 1968, en mi natal estado de Sonora, había caído en mis manos un libro espiritual que dejó una honda huella en mi vida: CAMINO. Para mi sorpresa, san Josemaría afirmaba en este célebre texto que todos los cristianos, por el sólo hecho de estar bautizados, estaban llamados a la santidad en medio del mundo.

Que no había trabajos ni oficios de poca categoría –siempre que fueran honrados–, sino que todo el humano quehacer era digno, ocasión de un encuentro personal con Dios y camino de plenitud de vida cristiana.

Fue la primera vez que escuché que el estudio y cualquier trabajo se podían ofrecer al Señor, cuidando de ejecutarlo bien, con orden, perfección –dentro de lo humanamente posible– y concluirlo con finura hasta sus últimos detalles, ya que teníamos a un Espectador Divino, al mismo Dios. En eso consistía la santificación del trabajo ordinario.

De esta manera, la santidad que planteaba este sacerdote no consistía en alejarse del mundanal ruido e irse a vivir a un apartado convento o abadía, sino que la vocación de todo cristiano se centra en sus deberes como estudiante o en la diaria labor profesional, cualesquiera que ésta sea; en medio de los deberes familiares y sociales. En definitiva, presentaba como lugar para ese encuentro divino todas las encrucijadas del mundo: en medio de la calle, en la universidad, en la fábrica, en el taller, en el quirófano, en la construcción de un edificio, en medio de los quehaceres del hogar, en el trabajo intelectual, etc.

Reconozco que este planteamiento me pareció “revolucionario” y novedoso, porque comprendía que abría la posibilidad de que millones de personas se tomaran en serio a Dios y buscaran imitar la vida de trabajo de Jesús, María y José en el taller de Nazaret y también la de los primeros cristianos, que en nada se diferenciaban de los demás ciudadanos y, sin embargo, mantenían un gran celo apostólico por difundir la Buena Nueva del Evangelio por todo el orbe en aquella época.

Este 2 de octubre se conmemora el 88 aniversario de la Fundación del Opus Dei y, cuatro días después, el día 6 del mismo mes, se cumplen 14 años desde que san Juan Pablo II elevó a los altares a san Josemaría, en la Plaza de San Pedro, en Roma, y lo denominó como “el santo de lo ordinario”.

Todavía recuerdo, como si fuera ayer, aquel primer encuentro con san Josemaría y, sin duda, lo que más me llamó la atención de su personalidad fue su sencillez, naturalidad, jovialidad, su buen humor y su gran amor por el Papa y por la Iglesia. Entendí que se podía luchar por ser santo y, a la vez, ser muy entusiasta, positivo y alegre por una razón fundamental: que todos somos hijos de Dios y que en la Filiación Divina encontramos nuestra paz y seguridad. Y comprendí que ésa era la causa profunda de la alegría y el buen humor que nos transmitía san Josemaría.

 

 

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