Nuestras tradiciones sobre la muerte tienen explicación en el sincretismo cultural y religioso, donde los vivos rinden homenaje a los seres queridos que han partido; si bien en México la muerte se afronta en el aspecto del folclor, tradiciones y herencias culturales propios del día de muertos, todos los días la muerte pasa frente a nosotros con crudeza y horror, sin más estupor que el asombro pasajero por la nota roja que parecería lejana a nosotros, pero que no lo es tanto.
Nos hemos acostumbrado a la muerte en su forma más denigrante, suplantando la esperanza de la trascendencia por el culto macabro y atroz del sufrimiento demencial como cultura de la necrolatría. Todos los días somos impactados por noticias de cuerpos desmembrados, sometidos a torturas brutales para diseminar el horror inmisericorde. En medio de la guerra contra el narco, decapitaciones, mutilaciones, acribillamientos, desmembramientos, torturas y ejecuciones producen miedo y zozobra, mientras que los hacedores del mal muestran su poder en morboso juego del orgullo, capaz de infligir tormentos inauditos y controlar la vida del otro para segarla en cualquier momento en indecibles ritos sangrientos de superioridad y dominio por encima de las instituciones, enfrentando al Estado de Derecho y vulnerando el poder del Estado mismo.
Pero propiciar dolor y muerte no es cosa exclusiva de quienes están fuera de la ley. Nuestra necrolatría se tolera oficialmente al proteger el asesinato de indefensos a fin de que prevalezcan egoístas decisiones sobre el cuerpo: el aborto. Este poder de la violencia legítima e invencible que atenta contra las vidas en gestación arroja, tan sólo en la Ciudad de México, la infausta cifra de más de 160 mil niños asesinados, reflejo de nuestra idiosincrasia al decir que la vida no vale nada, y puede desecharse por decisiones legislativas.
México dice honrar a sus muertos, pero paradójicamente nos sumimos en la indiferencia hacia los miles de cuerpos humanos tratados peor que basura, y por cierto, superiores en número a las víctimas que ha arrojado la guerra contra el crimen organizado ¿A caso podríamos esperar algo mejor los mexicanos cuando avalamos con un silencio cómplice este inusitado genocidio? ¿Podemos aspirar a algo diferente cuando hemos dejado de sentir horror por el asesinato institucionalizado de miles de seres humanos indefensos en el vientre de su propia madre?
Mientras los niños van por la calles para pedir calaverita, se asoma en cada uno de nosotros una profunda disyuntiva para reflexionar sobre nuestra precariedad y trascendencia. Hoy más que nunca, este 2 de noviembre es propicio no sólo para recordar a quienes descansan en paz al compartir nuestros dones en las ofrendas, es también motivo para el examen social de cómo hemos despreciado la vida para instrumentalizar la muerte, de los pecados cometidos y, sobre todo, de las vergonzosas cuentas que entregaremos a Dios cuando nos llame a su presencia. ¡Pobre México!
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