“La Misericordia y la Miserable” es el título de la nueva Carta Apostólica de Francisco, colofón del Año de la Misericordia, que define con nitidez cuál debe ser la vía a recorrer por la Iglesia en este tiempo y cuál es la impronta de su pontificado.
Como sucede con frecuencia con los mensajes pontificios, éstos suelen editorializarse, para generar noticia, y muchas veces en ese proceso que busca suscitar nuestra atención, se traiciona el núcleo del mensaje a transmitir, o se le otorga un acento desproporcionado a una realidad que viene a ser secundaria. Misericordia et Misera no ha sido la excepción, y los medios se han centrado en que ahora cualquier sacerdote puede absolver el pecado del aborto.
Esta última aseveración es verdadera. La cuestión es cómo viene a ser utilizada. En algunos lugares se ha llegado incluso a pedir que los parlamentarios acepten el aborto, ya que “hasta el Papa considera que no es una falta tan grave”. Quienes afirman esto tergiversan abusivamente el sentido de las palabras papales y del documento entero.
En efecto, Francisco dice expresamente: “Quiero enfatizar, con todas mis fuerzas que el aborto es un pecado grave, porque pone fin a una vida humana inocente”. Nadie puede afirmar que es banal poner fin a una vida humana inocente, y si alguien argumenta que ya cualquier sacerdote puede absolverlo, puede respondérsele que si alguien asesina a su madre, también cualquier sacerdote puede absolver al asesino.
No se trata tanto de trámites burocráticos para recibir el perdón, como de hacer accesible la misericordia divina. Hay que decirlo, el hecho de que tristemente sea cada vez más frecuente el crimen del aborto, empuja a que el Papa tome estas medidas, facilitando el acceso al perdón de un número cada vez mayor de personas.
Sin embargo, aunque la “noticia” de la absolución del aborto no constituye el argumento central del documento, sí nos encamina a lo que podría ser su núcleo central: vivir la misericordia divina principalmente por medio del sacramento de la reconciliación.
En efecto, el Año de la Misericordia y ahora Misericordia et Misera nos recuerdan el carácter central que tiene la misericordia en nuestra comprensión de Dios, y por tanto en el modo de vivir nuestra fe y nuestra relación con Él, que es la religión.
La misericordia es central para la fe y el sacramento de la confesión es central en el modo de vivir y experimentar esa misericordia en carne propia. Por eso afirma enfáticamente el documento: “La celebración de la misericordia tiene lugar de modo especial en el Sacramento de la Reconciliación. Es el momento en el que sentimos el abrazo del Padre que sale a nuestro encuentro para restituirnos de nuevo la gracia de ser sus hijos”.
Al quitar obstáculos para recibir la absolución, incluso en los pecados más graves como el aborto, Francisco es coherente con lo que afirma dentro del mismo texto y constituye una reveladora y esperanzadora verdad: “No existe ley ni precepto que pueda impedir a Dios volver a abrazar al hijo que regresa a Él reconociendo que se ha equivocado, pero decidido a recomenzar desde el principio”.
Es importante poner el acento en los dos extremos de tal aseveración: no existen límites a la capacidad que Dios tiene de perdonar y por ello debemos hacer accesible el perdón, pero, análogamente, el perdón supone arrepentimiento, contrición, reconocimiento sincero de que se ha obrado mal. Dicho de otra forma, sí existe un límite a la capacidad de perdonar de Dios: no reconocer el propio pecado. Francisco nos “vacuna” así contra el vano intento de banalizar el pecado.
No es que la falta no sea grave (el aborto o cualquier otra); es grave, muy grave en algunos casos, pero siempre es mayor la misericordia de Dios. Por ello, el documento hace una exigente invitación a los sacerdotes, para que redescubran el lugar primordial que la confesión debe tener en su ministerio: “El Sacramento de la Reconciliación necesita volver a encontrar su puesto central en la vida cristiana; por eso se requieren sacerdotes que pongan su vida al servicio del ministerio de reconciliación, para que a nadie que se haya arrepentido sinceramente se le impida acceder al amor del Padre”.
Resumiendo, el punto central del documento, aquello a lo que nos invita de forma apremiante es, precisamente, a redescubrir el valor inmenso que tiene la confesión frecuente: Para practicarla los fieles (sacerdotes y laicos); para administrarla los sacerdotes.
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