¿Qué festejamos?

La realidad es dura. Llegamos a la Navidad, pero ante el desolador espectáculo que nos ofrecen las noticias recientes, cabe preguntarse, ¿qué festejamos?

En efecto, la barbarie vivida en Alepo y en Siria en general, el atentado de Berlín o el asesinato del embajador ruso en Turquía, invitan a no festejar nada. Podría decirse que vivimos la Navidad en medio de un doloroso e interrumpido velorio a lo largo y a lo ancho del planeta.

Con este escenario, la verdad, no dan ganas de celebrar nada, pues ante tanto sufrimiento inútil de multitudes inocentes, se antoja obscena cualquier celebración.

La Navidad aparece entonces sólo como la fiesta consumista de los bienaventurados a quienes todavía no ha alcanzado la desgracia, incapaces de solidarizarse con quienes han sido engullidos por la espiral ciega del dolor absurdo.

La compasión y la sensibilidad invitan a guardar un respetuoso luto huyendo de la embriaguez consumista y la algarabía hueca. La euforia consumista invita en cambio a realizar un brindis en medio del funeral.

¿Es esta la última palabra?, ¿lo más educado sería omitir, por una vez al menos, todo festejo? Podría ser.

Sin embargo, ello supondría no calar en el hondo significado de esta fiesta. El panorama desolador que ahora contemplamos, que podría ser peor, y al que tristemente nos vamos acostumbrando, manifiesta exclusivamente una realidad: la incapacidad que tenemos los hombres, cegados por nuestro egoísmo, para resolver los dolorosos problemas que asolan a la humanidad.

Es precisamente allí donde se vislumbra el motivo para festejar, quizá con más urgencia ante tanta violencia, la Navidad: Nosotros no podemos, Él sí puede.

¿Qué festejamos en la Navidad? Que Dios no ha abandonado a la humanidad a su suerte, que no ha creado el mundo para después desentenderse de él; más incluso, que se ha involucrado en la historia humana, discreta, callada, pero eficazmente, y que la dirige hacia un final cargado de sentido. Lo maravilloso de esta fiesta religiosa es que nos recuerda una gran verdad de fe: Dios se ha involucrado en el caminar histórico del hombre, lo acompaña; y al final, eso que los hombres no conseguimos alcanzar, o si lo alcanzamos lo hacemos siempre en medio de equilibrios precarios y provisionalmente, Él nos lo concederá de modo definitivo y pleno: la paz.

Cuando constatamos, una vez más, que somos incapaces de crear paz y justicia, nuestra alma no se ve avocada necesariamente al vacío de la desesperación. Por el contrario, se llena de esperanza, con la seguridad de que si nosotros solos no podemos, Él sí lo puede conseguir, y no sólo eso, no sólo “puede”, pues lo conseguirá de forma definitiva.

No es una invitación a la pasividad, a comportarnos como si nada dependiese de nosotros en una especie de paternalismo espiritual. Al contrario, la Navidad es una invitación a la esperanza, a la certeza de que ningún esfuerzo por mejorar el mundo es vano, por pequeño e insignificante que parezca ante la escalada prepotente del mal. Esa esperanza nos permite caminar con paso decidido y seguro, en medio de los sinsabores de esta vida, sabiendo que al final la victoria es de Dios, y que Él ha querido, al formar parte de nuestra historia, contar también con nuestro esfuerzo, grande o pequeño, para arreglar las cosas y acelerar Su venida.

La esperanza es la virtud del caminante. La certeza del fracaso conduce a la parálisis abúlica, al pesimismo resignado, a la estéril lamentación. En cambio, la esperanza cierta nos invita al empeño sostenido, a pesar de cansancios, dificultades y descalabros; a la búsqueda activa de un mundo mejor. Y ello no de cualquier manera, sino con un andar alegre, que sin ignorar los problemas y el dolor, mira con confianza el futuro al tiempo que se empeña decididamente en mejorar el presente, porque tiene una prenda segura, una certeza firme: Dios está con nosotros.

A pesar de los desvaríos de la humanidad, el Señor no la abandona. El cristiano intuye, además, que el obrar divino es, como en Belén, discreto, callado, pero real. No desconfía de la meta, aunque por el momento no vea claro el camino, pues sabe que Dios está vivo y actuante en el mundo, y al final de la historia vendrá para crear esa justicia y esa paz que somos incapaces de conseguir por nosotros mismos, pero que debemos de buscar con nuestro esfuerzo cotidiano. Muchas veces ese esfuerzo no será otro que el de mostrar misericordia, solidaridad y compasión con aquellos que han sido alcanzados por el sufrimiento, invitándoles a levantar los ojos hacia Dios y llenarse así de esperanza. Por eso, vale la pena, a pesar de los pesares, seguir celebrando la Navidad.

 

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