Ángelus; 15-Ene-2017

Francisco: la Iglesia no se anuncia a sí misma, sino a Jesús

 

 

A las 12:00 del mediodía, miles de peregrinos se dieron cita en la plaza de San Pedro esperando a la salida de Su Santidad para recibir el rezo del Ángelus desde la ventana del Palacio Apostólico. El Santo Padre invitó a los numerosos presentes a imaginar esta escena evangélica, porque es decisiva para nuestra fe y para la misión de la Iglesia.

Francisco: En el centro del Evangelio de hoy se encuentra esta parábola de Juan Bautista: “¡Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” Una palabra que acompaña con la mirada y el gesto de la mano que lo indican a Él, a Jesús.

El Papa recordó, asimismo, que el Bautista predicaba que el Reino de los cielos estaba cerca, por lo que insiste en la necesidad de prepararse, convertirse y comportarse con justicia.

Francisco: Imaginemos la escena. Estamos en la orilla del río Jordán. Juan está bautizando; hay tanta gente, hombres y mujeres de diversas edades, que fueron allí, al río, para recibir el bautismo de las manos de aquel hombre que a muchos recordaba a Elías.

“¡Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” ¡Él es el único Salvador! Él es el Señor, humilde en medio de los pecadores; pero es Él, ¡eh! ¡Él! No hay otro poderoso que viene. ¡No, no! ¡Es Él!

Después de afirmar que “Jesús es el Mesías”, dijo que se trataba de las palabras que todos los sacerdotes repiten diariamente en la Misa. Y explicó que este gesto litúrgico representa toda la misión de la Iglesia, que no se anuncia a sí misma, sino que anuncia a Cristo.

Francisco: Y éstas son las palabras que nosotros, los sacerdotes, repetimos cada día, durante la Misa, cuando presentamos al pueblo el pan y el vino que se han convertido en el Cuerpo y la Sangre de Cristo.

Texto completo:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!

En el centro del Evangelio de hoy (Jn 1, 29-34) se encuentra esta parábola de Juan Bautista: “¡Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!” (v. 29). Una palabra que acompaña con la mirada y el gesto de la mano que lo indican a Él, a Jesús.

Imaginemos la escena. Estamos en la orilla del río Jordán. Juan está bautizando; hay tanta gente, hombres y mujeres de diversas edades, que fueron allí, al río, para recibir el bautismo de las manos de aquel hombre que a muchos recordaba a Elías, el gran profeta que nueve siglos antes había purificado a los israelitas de la idolatría, reconduciéndolos a la verdadera fe en el Dios de la alianza, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob.

Juan predica que el Reino de los cielos está cerca, que el Mesías está a punto de manifestarse y que es necesario prepararse, convertirse y comportarse con justicia; y bautiza en el Jordán para dar al pueblo un medio concreto de penitencia (Cfr. Mt 3, 1-6). Esta gente iba para arrepentirse de sus pecados, para hacer penitencia, para recomenzar la vida. Él sabe, Juan sabe, que el Mesías, el Consagrado del Señor ya está cerca, y el signo para reconocerlo será que sobre Él se posará el Espíritu Santo; en efecto, Él traerá el verdadero bautismo, el bautismo en el Espíritu Santo (Cfr. Jn 1, 33).

Y he aquí que llega el momento: Jesús se presenta en la orilla del río, en medio de la gente, de los pecadores –como todos nosotros–. Es su primer acto público, la primera cosa que hace cuando deja la casa de Nazaret, a la edad de treinta años: baja a Judea, va al Jordán y se hace bautizar por Juan. Sabemos qué cosa sucede –lo hemos celebrado el domingo pasado–: sobre Jesús desciende el Espíritu Santo en forma como de paloma y la voz del Padre lo proclama Hijo predilecto (Cfr. Mt 3, 16-17). Es el signo que Juan esperaba. ¡Es Él! Jesús es el Mesías. Juan está desconcertado, porque se ha manifestado de un modo impensable: en medio de los pecadores, bautizado como ellos, es más, por ellos. Pero el Espíritu ilumina a Juan y le hace entender que así se cumple la justicia de Dios, se cumple su designio de salvación: Jesús es el Mesías, el Rey de Israel, pero no con el poder de este mundo, sino como Cordero de Dios, que toma sobre sí y quita el pecado del mundo.

Así Juan lo indica a la gente y a sus discípulos. Porque Juan tenía un numeroso grupo de discípulos, que lo habían elegido como guía espiritual, y precisamente algunos de ellos se convertirán en los primeros discípulos de Jesús. Conocemos bien sus nombres: Simón, llamado después Pedro; su hermano Andrés; Santiago y su hermano Juan. Todos pescadores; todos galileos, como Jesús.

Queridos hermanos y hermanas, ¿por qué nos hemos detenido ampliamente en esta escena? ¡Porque es decisiva! No es una anécdota. ¡Es un hecho histórico decisivo! Esta escena es decisiva para nuestra fe; y también es decisiva para la misión de la Iglesia. La Iglesia, en todos los tiempos, está llamada a hacer lo que hizo Juan Bautista, indicar a Jesús a la gente diciendo: “¡Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!”. ¡Él es el único Salvador! Él es el Señor, humilde en medio de los pecadores; pero es Él, ¡eh! ¡Él! No hay otro poderoso que viene. ¡No, no! ¡Es Él!

Y éstas son las palabras que nosotros, los sacerdotes, repetimos cada día, durante la Misa, cuando presentamos al pueblo el pan y el vino que se han convertido en el Cuerpo y la Sangre de Cristo. Este gesto litúrgico representa toda la misión de la Iglesia, que no se anuncia a sí misma. ¡Ay! ¡Ay! Cuando la Iglesia se anuncia a sí misma pierde la brújula: ¡no sabe adónde va! La Iglesia anuncia a Cristo; no se lleva a sí misma, lleva a Cristo. Porque es Él y sólo Él quien salva a su pueblo del pecado, lo libera y lo guía a la tierra de la verdadera libertad.

Que la Virgen María, Madre del Cordero de Dios, nos ayude a creer en Él y a seguirlo.

 

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