Ante los dolorosos eventos verificados este miércoles en la ciudad de Monterrey, una vez pasados el asombro y la consternación, queda solo espacio para el silencio y el dolor. De nada sirve indagar morbosamente en los detalles del hecho, airear el video, sugerir que fue anunciada en las redes sociales. Ante tan lamentable evento sólo cabe el dolor, el silencio, la oración. Los hechos trágicos nos enfrentan, de una manera más abrupta, frente a nuestra limitación como personas y, por lo tanto, como sociedad. Nos sacuden también, invitándonos a tomar medidas, pero con la desalentadora sospecha de que quizá ya es demasiado tarde: “Muerto el niño se tapa el pozo”, dice el refrán, y nunca más apropiado que en esta triste ocasión, cuando un adolescente acabó con su propia vida y atentó contra la de tres de sus compañeros y una profesora.
Al instante la noticia lo invadía todo, desde los medios informativos a las redes sociales. Se buscaba febrilmente información, se preguntaba a los “entendidos”, leyéndose opiniones de lo más pintorescas, como la de que la culpable del hecho “es la química del cerebro”, “la testosterona producida en la adolescencia que genera violencia” (curiosa respuesta, todos producimos testosterona, pero no solemos perpetrar masacres). Se buscan culpables, y viene el consabido auto-flagelo: “es la crisis familiar”, “es la crisis de la sociedad”, “son los juegos y las películas de video violentas”, “no se vive el plan de mochila segura” (¿qué clase de vida y de sociedad es aquella en donde se deben revisar las mochilas de los escolares para ver si no traerán un arma para asesinar a sus compañeros?).
Quizá en realidad se trate de la necesidad de “hacer algo” ante lo que se nos antoja absurdo y sinsentido, como suele ser el mal. Por lo menos sentimos que ofrecemos una respuesta, y que a partir de ahora estamos preparados para eventos de este género. Los niveles de respuesta son diferentes, desde aquellos que lo arreglan con el plan “mochila segura” hasta quienes intuyen que el problema es más profundo, encontrando sus raíces en las crisis familiares, la violencia social, el anonimato de las redes, las adicciones, depresiones, la soledad juvenil en medio de una cultura de la híper-comunicación.
Cabe suponer una actitud poco consecuente del Estado, y también de la sociedad: Mientras se discute si se debe o no legalizar la marihuana, cuando nada es más fácil de romper en la sociedad que un contrato matrimonial y por tanto la familia, cuando la familia viene a ser lo que el capricho de cada quien desee, cuando el deseo y el capricho son fuente de derecho, cuando se insiste demasiado en nuestros “derechos” pero poco se escucha hablar de nuestros “deberes”, quizá no debamos extrañarnos por obtener frutos como los cosechados el miércoles 18 de enero, simplemente es parte de lo que estábamos sembrando.
Ahora bien, un examen así de profundo es incómodo, y no hace falta ser profeta para adivinar que no se realizará. Necesitamos una respuesta, pero esa respuesta debe ser rápida, pues la sociedad olvida pronto. Esa respuesta debe ser además técnica y, sobre todo, no debe cuestionar nuestras formas de vida, las cuales en realidad no estamos dispuestos a cambiar. En realidad, somos impotentes ante ese gran engranaje. Querámoslo o no, nuestra sociedad está acostumbrada a ofrecer respuestas técnicas a problemas morales, por muchos motivos, entre otros, porque se avergüenza de reconocer la dimensión espiritual humana.
No sé. Personalmente prefiero que no se difunda una cultura de la desconfianza y de la sospecha. No me deja tranquilo resolverlo todo “revisando mochilas”. La verdad aquello supondría un profundo fracaso social, sucumbir a la necesidad de un estado policial. La respuesta cristiana, como siempre, ofrece una perspectiva más amplia y no se simplifica con rápidas respuestas técnicas. No las desprecia, pero sabe que no lo son todo, ni siquiera lo más importante. Invita a una renovación espiritual de la sociedad, la cual necesita dos escalones preliminares, sin la cual sería ficticia: renovar la familia y a la persona, dotándolas de una espiritualidad que llene de significado su existencia.
De otra parte, la fe constata también que el mal y el dolor están allí. Es el trigo y la cizaña del evangelio. En realidad, nunca podremos desterrarlos del todo, sólo Él lo hará al final de los tiempos. En ese sentido, las tragedias serán compañeras de nuestro caminar, y cuando nos enfrentamos con ellas abruptamente, nuestra respuesta es el dolor, el silencio y la oración: mirar al Cielo implorando misericordia para víctimas y victimarios, pidiendo la conversión de las personas.
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