Serenidad ante la muerte

Siempre podemos aprender, aunque quizá el examen más difícil, el que prueba de alguna forma el material del que estamos hechos, es la muerte. Ante esa criba se descubre la autenticidad y el valor de nuestras ideas, nuestros valores e ideales, lo que hemos hecho con nuestra vida.

Dicen -no me consta- que Voltaire pedía un sacerdote en su lecho de muerte. Le hicieron ver la incongruencia que ello suponía con todo lo que había predicado durante su vida. Argumentó con gran sentido práctico, que para vivir estaba bien ser ateo, pero para morir era mejor ser católico.

Otro tanto le sucedió a uno de los más grandes “come-curas” del siglo XX, Plutarco Elías Calles; y la lista podría irse engrosando. Algunos, hay que decirlo, han mantenido su estoico ateísmo hasta el final, connotados ateos como David Hume o, más recientemente, Christopher Hitchens, quien se cuidó muy bien de hacer una impresionante confesión de fe atea apenas quince días antes de fallecer.

Impresiona bastante conversar con alguien que le planta la cara a la muerte con serenidad. Cuando esa persona sabe que, salvo milagro, ya nada hay que hacer, y sin embargo se mantiene serena, sin revolverse contra Dios, el destino o la vida, con paz. La persona que acepta serenamente la voluntad de Dios, aunque no la entienda.

Algunas veces -no con frecuencia, la verdad- me toca encontrarme con personas así al desarrollar mi ministerio. Dan ganas de descalzarse los pies, pues uno descubre que está frente a alguien grande. Más cuando es consciente de que, por decirlo de algún modo, todavía no ha terminado su misión aquí. Deja muchas cosas en el tintero, hijos en edad escolar, proyectos matrimoniales o profesionales, y sin embargo, sin entenderlo, acepta la divina voluntad.

Cuando me encuentro con alguien así, palpo el poder de la fe, más fuerte incluso que la muerte; su autenticidad, pues no es un subterfugio para esconder la cabeza en una situación desesperada. Es sencillamente la paz que otorga la seguridad de lo que no se ve, paz que redunda en una serenidad orante, la cual pide humildemente su curación, cuando los médicos ya han desistido de que sea posible, al tiempo que acepta esa voluntad que no entiende. Una fe que hace grande a quien la posee, que es auténtica pues no se quiebra ante la prueba más dura; en definitiva, que es ejemplar. Resulta conmovedor aprender del temple de esas personas.

Ante estas situaciones, uno entiende y no entiende a la vez la voluntad divina. No la entiende a ojos humanos. Es distinto cuando alguien muere cargado de años, pues uno comprende que “no se malogró”, pues tuvo su oportunidad de vivir plenamente, habiéndola aprovechado bien o mal, según sea el caso. Pero cuando el que enfrenta ese misterioso transe se encuentra en la plenitud de la vida y deja una familia joven, el intelecto tiende a rebelarse.

Se entiende, en cambio, porque uno palpa que aquella persona tiene una fe madura, tiene la seguridad de lo que no se ve, está convencida del amor que Dios tiene por ella y también por quienes deja. Sabe que los quiere, pero sabe también que Dios los quiere más. Esa fe madura constituye una evidencia de que aquella alma, cual fruto jugoso, está madura también para Dios. La comunión de los santos, ese hermoso dogma olvidado, le da también la certeza de que desde el Cielo podrá ayudar más a los suyos.

A todos nos sirve encontrarnos de vez en cuando con ejemplos vivos de esa fe, que supera la prueba más dura, el trance más misterioso, el de la muerte. Al tocar esos ejemplos uno se convence de que su fe no sólo es verdadera, sino el más poderoso aliado, por no decir el único, para hacer frente al más tremendo de los misterios que enfrentamos los hombres en esta vida: el de la muerte.

Trágicamente esos grandes hombres o mujeres, cuando dan ese supremo testimonio, se nos marchan, quedándonos aquí quienes todavía no hemos madurado suficientemente nuestra fe, pero estamos dispuestos a aprender de quienes sí lo han hecho.

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