Un 21 de septiembre –día que en Argentina celebran al estudiante- se preparaba a unirse a los festejos con otros compañeros. Se levantó a primera hora y se encontraba particularmente contento. Decidió que para comenzar bien su día, debía acudir a la Confesión o, como también se le llama ahora, al Sacramento de la Reconciliación en su cercana parroquia.
Llegó a la iglesia y se encontró con un sacerdote que no conocía, pero que le transmitió una gran espiritualidad, por lo que decidió confesarse con él.
“En esa Confesión –narra Bergoglio- me pasó algo raro, no sé qué fue, pero me cambió la vida; yo diría que me sorprendieron con ‘la guardia baja’”. Más de medio siglo lo interpretaba así: “fue la sorpresa, el estupor de un encuentro; me di cuenta de que me estaban esperando. Desde ese momento para mí, Dios es el que te ‘primerea’ (sic). Uno lo está buscando, pero Él te busca primero. Uno quiere encontrarlo, pero Él nos encuentra primero.
“Primero se lo dije a mi papá y le pareció muy bien. Pero la reacción de mi mamá fue diferente. La verdad es que mi madre se enojó”.
También el Papa Francisco relata en este revelador libro que está muy agradecido con su padre, porque desde joven lo mandó a trabajar. Allí aprendió las virtudes para desarrollar un trabajo intenso, bien hecho, a conciencia, con responsabilidad y eso, sin duda, madura en la vida.
Por otra parte, hay un texto del entonces cardenal Bergoglio que me encantó acerca de la Nueva Evangelización que frecuentemente han predicado tanto el Beato Juan Pablo II como el Papa Benedicto XVI en el que dice textualmente: “la Iglesia, por venir de una época donde el modelo cultural la favorecía, se acostumbró a que sus instancias fueran ofrecidas y abiertas para el [fiel] que viniera [a requerir los servicios pastorales], para el que nos buscara. Eso funcionaba en una comunidad evangelizada.
“Pero en la actual situación, la Iglesia necesita transformar sus estructuras y modos pastorales orientándolos de modo que sean misioneros. No podemos permanecer en el estilo ‘clientelar’ que, pasivamente, espera que venga ‘el cliente’ , el feligrés, sino que tenemos que tener estructuras para ir hacia donde nos necesitan, hacia donde está la gente, hacia quienes deseándolo no van a acercarse a estructuras y formas caducas que no responden a sus expectativas ni a su sensibilidad.
“Tenemos que ver, con gran creatividad, cómo nos hacemos presentes en los ambientes de la sociedad haciendo que las parroquias e instituciones sean instancias que lancen a esos ambientes. [Hay que] Revisar la vida interna de la Iglesia para salir hacia el pueblo fiel de Dios. La conversión pastoral nos llama a pasar de una Iglesia ‘reguladora de la fe’ a una Iglesia ‘transmisora y facilitadora’ de la fe”.
Sin duda, que para lograr esto que planteaba el entonces cardenal, se requiere espíritu innovador, tener mucha iniciativa, romper con viejos esquemas, ser audaces en los planteamientos y salir con determinación en busca de las almas.
En las estructuras temporales, es decir, en todos los ambientes laborales hay millones de personas que en medio de su quehacer cotidiano se preguntan por Dios, pero no hay nadie que los acerque a Él. Muchos están enfrascados en sus tareas profesionales y quisieran hacerlo, pero se los imposibilita la inmediatez de sacar adelante tantos asuntos.
Buena parte de esta labor apostólica, de acercar almas a Dios en medio del mundo, es también tarea de los fieles laicos que, con base a la amistad y al trato personal, pueden hacer que sus colegas descubran a Dios santificando su trabajo (ofreciéndoselo a Él del mejor modo posible) y viviendo su presencia en la vida laboral, familiar y social.
Somos los cristianos –sacerdotes y laicos- los que tenemos el deber de hablar de Dios a nuestros amigos, de explicarles que Dios no sólo está allá lejos donde brillan las estrellas, sino en medio de nuestros afanes cotidianos.
El día que un católico comprende esto, y además frecuenta los sacramentos de la confesión y la eucaristía, se opera en él una verdadera “revolución cristiana” que tiene la poderosa fuerza expansiva de comunicar ese gozo a los demás, porque tanta alegría no cabe en su solo pecho.
Esas conversaciones sobre Dios se pueden tener –con toda naturalidad- al salir del trabajo, en un café, al charlar durante un rato de descanso, en el autobús de trayecto a casa, en medio del deporte, en una reunión social, en medio de la calle, ¡cualquier lugar puede ser un encuentro con Cristo! Me vienen a la memoria esas palabras de San Agustín acerca de esa tarea nuestra apostólica: “Nadie lo hará por ti, también como tú, si tú no lo haces”.
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