Si hubiera un concurso para encontrar al periódico más anticatólico del planeta, entre sus más distinguidos finalistas estaría El País, editado en España. Pues bien, a este diario el Papa Francisco le concedió una larga entrevista, aparecida a ocho columnas el día en que Donald Trump tomó posesión de su cargo. Resulta importante traerla a colación pues, esta semana, los católicos celebramos el ministerio de san Pedro instaurado por Jesucristo.
A lo largo de la entrevista se deja ver la astucia evangélica de Francisco. Amable, claro, agudo, con gran sentido del humor, dispuesto al encuentro, aprovecha cada respuesta para evangelizar. La entrevista, larga como es, aborda tres grandes aspectos: la vida de la Iglesia, los problemas del mundo y su experiencia como Papa.
Sin medias tintas, deja muy claro que la misión de la Iglesia es anunciar a Cristo y su Evangelio, lo que pone al centro de su vida el enorme reto de la comunicación. Muy lejos de plantear una teoría, recurre a la sencillez de la fe. El modelo para los cristianos es Dios, porque Él se comunicó primero con la humanidad de manera tan concreta y radical que su Palabra se hizo carne de nuestra carne. El reto, entonces, es lograr una comunicación encarnada, tan específica que alcance la cotidianidad de cada persona. Hacerlo de tal modo que sea evidente la presencia de Dios en el mundo. En un momento de la conversación, Francisco refiere al diálogo entre un ateo y el protagonista de la novela Agustine, de Malegue. El primero inquiere al segundo si realmente puede creer que Cristo es Dios, a lo cual responde que el problema no es creer en Cristo, sino creer que Dios no se hubiera encarnado. Tan sencillo.
De este hecho central, el Papa deriva los problemas y soluciones dentro de la Iglesia. Insiste en la necesidad de salir al paso de la mundanidad espiritual, la ideologización de la fe y el clericalismo. Y como solución propone la santidad.
No son los sesudos programas de acción los que hacen efectivo el Evangelio, sino el testimonio de los santos. Esta es la esencia de la vida de la catolicidad, aunque resulte muy escandalosa para los parámetros culturales de nuestra época. Una vez más, no son las ideologías, ni los grandes programas los que hacen presente a Cristo en el mundo, sino la encarnación de su Palabra hecha testimonio.
En consecuencia, la perspectiva del Papa sobre el mundo resulta contracultural. Hoy, cuando abundan los profetas de calamidades, Francisco brilla por su sentido común. Aborda la crisis mundial de los migrantes y refugiados sin grandilocuentes declaraciones y pone el dedo en la llaga. La situación es consecuencia de un problema mucho más profundo, como es la pérdida de la centralidad de la persona humana. Una carencia que impide discernir con claridad en estos tiempos de crisis, amenazando con buscar la fácil solución de un salvador de ocasión. Entonces, el problema no se crea por la xenofobia europea o las locuras de Trump, sino por la pérdida de lo concreto de nuestra humanidad, visible en el desprecio a la vida y la dignidad de las personas. Así lo dice: “Me preocupa del mundo la desproporción económica: que un pequeño grupo de la humanidad tenga más del 80% de la fortuna, con lo que esto significa en la economía, donde al centro del sistema económico está el dios dinero y no el hombre y la mujer, ¡el humano! Entonces se crea la cultura del descarte”.
En cuanto a su persona, rechaza sentirse atacado o incomprendido. Cuestionado sobre si le incomoda el poder, responde: “Es que el poder no lo tengo yo. El poder es compartido. El poder es cuando se toman decisiones pensadas, dialogadas, rezadas (…) A mí no me incomoda el poder. Me incomodan ciertos protocolos, pero es porque soy así, callejero”.
En la entrevista, el Papa tan sólo sigue un mandato de Cristo y un consejo de san Pedro: ser inocentes y astutos al mismo tiempo; y dar razones de nuestra esperanza, con sencillez y humildad.
El ministerio de san Pedro implica poder y autoridad. Nadie se llame a engaño. Su misión es anunciar a Cristo, sin glosa, para construir un mundo más humano. Por eso resulta esencial denunciar la cultura de la muerte, del descarte y la dictadura del relativismo, al tiempo de propiciar la cultura del encuentro. Francisco pone el ejemplo, cosa de seguirle el paso.
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