El otro día, saliendo del Metro, me abordó un señor medio calvo, algo panzón y con bigote, muy parecido a los miles de mexicanos que diariamente se mueven por la ciudad. Sin embargo, éste tenía algo muy especial. Había sido mi alumno hacía varias décadas en la secundaria del Instituto Don Bosco, el primer trabajo formal de mi vida, el cual definió mi vocación. Desde entonces soy “profe”. Católico de a pie, laico del común, ciudadano del montón y “profe”. ¡Si señor!
Dirigía aquella escuela un salesiano llamado Carlos Armando Morales, a quien debo mi primer y más importante entrenamiento con jóvenes. Además de ser un excelente sacerdote, era un gran formador de educadores. Su método era muy sencillo. Se mantenía en amistosa cercanía, siempre dispuesto al diálogo. Así, cada día, casi sin darme cuenta, entre bromas y pláticas, fui asimilando pequeñas lecciones nacidas de su ejemplo. Lo cierto es que su testimonio entró en consonancia con lo que yo había recibido de los hermanos maristas en sus colegios. Presencia, amistad y acompañamiento, en equilibrio con la exigencia al cumplimiento del deber.
Don Bosco, fundador de los salesianos, desarrolló un método educativo al cual llamó “preventivo”. Su principio activo es la presencia constante del educador entre los educandos. Su lógica radica en anticiparse a los problemas, por lo que acompañar, dialogar, aconsejar y orientar son parte sustantiva de su propuesta. Es un método que apela a la razón, al corazón y al reconocimiento de la dignidad de cada persona en la dinámica del Evangelio. Difiere radicalmente del permisivismo sentimentalón, hoy muy de moda; del amiguismo bonachón que mina la autoridad del educador; del individualismo competitivo orientado a la eficacia; así como de las técnicas disciplinarias basadas en la represión. Por el contrario, busca formar a la persona de manera integral, en comunidad. También resulta sencillo de aplicar. Bastan pocas reglas, mucha presencia y acompañamiento oportuno. Por su raíz católica tiene vocación universal, por lo que resulta muy razonable también para quienes no son católicos.
Pues bien. De manera natural, pasados algunos años, dejé de enseñar en aquella secundaria para buscar nuevos horizontes; pero don Bosco ya nunca me abandonó. Siempre, desde entonces, he tratado de aplicar el método preventivo en los más diversos medios. Así en instituciones religiosas y laicas, como entre creyentes de diversas religiones, agnósticos o ateos, y nunca he quedado defraudado. Y mire querido lector que he laborado en las más diversas instituciones, privadas y públicas, pequeñas y grandes, desde educación media, hasta doctorado. Además, por si fuera poco, me ha acompañado una especie de maldición. En aquellos lugares donde entro a trabajar, tarde o temprano me endilgan algún cargo de tipo directivo. Así, entre otras cosas, he sido titular de grupo (lo más demandante que pueda haber), director de preparatoria, director del departamento de humanidades del Tec de Monterrey y, desde hace unos días, coordinador del posgrado de Historia de mi amadísima UNAM. En cualquier situación he buscado aplicar el método preventivo. Porque está basado en la presencia, la razón y el respeto, resulta muy amable con la identidad de cada persona. Nunca he ocultado quién soy, como tampoco lo he exigido de nadie, y eso me ha abierto las puertas al encuentro y el diálogo.
El único problema con el método preventivo es que puede resultar agotador y más cuando la vocación flaquea, lo que no es raro en este oficio. A veces nos falla la prudencia, la impaciencia nos juega bromas pesadas y el desaliento amenaza con asfixiarnos en la rutina. En mi caso, suelo combatir los momentos de debilidad con la oración, por lo que tengo mis santitos predilectos para estas faenas. Obviamente, san Marcelino Champagnat y san Juan Bosco; pero también don Marcos García, un hermano marista que me rescató en el momento preciso, justo antes de caer al abismo.
Aquel hombre que me abordó a la salida del Metro me miró fijamente, preguntó si me acordaba de él y de inmediato soltó la carcajada al ver mi azorada expresión. Bien sabía que eso era imposible entre tantos alumnos, a lo largo de muchos años. Tampoco le importó. Para despedirse me dio tremendo abrazo y me dio las gracias. ¿Puede haber mayor reconocimiento para un profe? Lo dudo.
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