La Iglesia que peregrina con los migrantes

Uno de los aspectos menos comprendidos sobre la vida de la Iglesia es su modo de trabajar. Entre prejuicios y sociologismos se piensa que existe una élite encargada de elaborar una planeación centralizada, políticamente orientada, para después filtrarla a las bases. Si tal fuera el caso, la Iglesia no hubiera superado la segunda generación de cristianos.

De hecho, actuar así es considerado un vicio grave al cual llamamos “clericalismo”, la reducción de la vida eclesiástica a una élite burocrática de la cual se espera todo y a la cual aspiran todos. Un pecado que es necesario combatir constantemente.

La Iglesia es un pueblo que camina en la historia con y en busca de Dios, al cual se le encuentra en Cristo y su palabra, en la liturgia, los sacramentos, la oración y en el prójimo. Creer, celebrar y actuar es el modo natural de ser Iglesia. Un buen ejemplo es la relación de la Iglesia en México con los migrantes, dada a conocer en el “Estudio sobre las casas de migrantes católicas”, publicado por el Observatorio Nacional de la Conferencia del Episcopado Mexicano. No fue hecho para encontrar las líneas maestras de una planeación centralizada; sino para dar cuenta, y darnos cuenta, de las múltiples iniciativas de acompañamiento de los católicos a los migrantes mexicanos y extranjeros que cruzan el territorio nacional, así como a los deportados desde el país del norte.

Lo que descubrimos en el estudio es una pluralidad de iniciativas, acorde a realidades muy concretas, impulsadas indistintamente por laicos, religiosos, sacerdotes, párrocos, obispos, quienes actúan con gran sentido eclesial y, por lo mismo, de servicio. De norte a sur, cruzando ambas fronteras, se identifica una red de módulos de atención al deportado, albergues para mujeres y niños mayores de trece (los menores son canalizados al DIF), comedores, dispensarios médicos, albergues para mayores de dieciocho años, brigadistas de atención inmediata e iniciativas de investigación. Un accionar limitado en recursos materiales; pero abundante en imaginación. La pastoral de movilidad humana es una vasta y basta tierra de misión, definida como una gran espiral que va desde la realidad concreta de la persona, hasta gobiernos y organismos internacionales; en la cual participan católicos y no católicos con un mismo propósito.

Estas iniciativas hacia los migrantes no surgen de la actual coyuntura, si bien se multiplican por las circunstancias. Siempre han estado ahí, desde los primeros tiempos, como una de las catorce obras capitales de caridad, dejando su huella en la historia. Por ejemplo, en la arquitectura de nuestros viejos conventos coloniales con sus portales de peregrinos. Ayer como hoy, en la Iglesia los migrantes pueden encontrar algo más que un necesario plato de sopa, un lugar seguro para dormir y reponer fuerzas, detalles que, en no pocas ocasiones, hacen la diferencia entre la vida y la muerte.

En esta relación con los migrantes podemos observar cómo actúa la Iglesia en lo cotidiano de su vida, como sociedad civil en movimiento, con sus distintos sectores colaborando en múltiples iniciativas. Por eso los obispos son tan importantes. Son líderes religiosos de sus comunidades, cuya influencia es mayor cuanto mejor puedan leer las realidades humanas con la mirada del Evangelio. Como dice el Papa Francisco, cual pastores que saben caminar delante del rebaño para guiarlo e incluso acicatearlo cuando la desidia o los lobos acechan; en medio para acompañar y dialogar y; atrás, siguiendo al rebaño cuya sabiduría natural sabe encontrar nuevos pastos. Ellos son los maestros que deben mantener firme la doctrina recibida, para enseñar a mirar a las personas con misericordia. No son políticos, mucho menos burócratas; son pastores a quienes la tentación clericalista ataca con especial virulencia. Como dice el dicho, el Diablo sabe a quién se le aparece.

Ahora bien, este modo de ser Iglesia implica acciones proféticas que, en ocasiones, requieren la denuncia de injusticias cometidas por quienes detentan el poder. Entonces, cierto grado de confrontación se vuelve inevitable. Por lo regular, el diálogo obra milagros. En su extremo, si son narcos secuestran y asesinan agentes de pastoral; si son políticos, presionan por diversos medios para callar a la Iglesia. En cualquier caso, la persecución cruza el umbral de la amenaza. Si alguien tiene dudas, observe lo que en estos momentos sucede en la diócesis de Cuernavaca, donde el obispo Ramón Castro sufre las consecuencias de ser, simple y llanamente, pastor de una Iglesia en movimiento.

 

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