El Papa Francisco ante el laberinto europeo

Durante las últimas semanas, entre curioso y divertido, he seguido las notas internacionales sobre las elecciones en Francia y la crisis europea. Nos pintaron un panorama catastrofista en el cual, si no ganaba Macron, Le Pen provocaría el fin de Europa y del mundo. Ahora, es curioso cómo los medios proceden a crear una imagen del nuevo presidente francés, como si fuese el elegido para la salvación de Europa. Sin desdecir de lo impresentable de Le Pen, creo que el temor y las pasiones se impusieron a las razones. Visto con calma, pudimos apreciar dos discursos excluyentes y autoritarios, de los cuales sólo uno era políticamente correcto.

Lo cierto es que Europa está en crisis, con o sin Macron, y no existe Quetzalcóatl que los saque del agujero. Tampoco es la primera vez que los europeos se ven desgarrados por fuerzas centrípetas que ponen énfasis en lo central y único, frente a otras centrífugas que propugnan por lo regional y específico. Como demostró el gran historiador Christopher Dawson, y bien lo señalaron Finkielkraut y Sartori, tal ha sido el ritmo de su historia: dinámica de su proceso formativo, motivo de sus mejores momentos y causa de sus grandes catástrofes. Lo mejor de Europa ha florecido cuando el deseo de unidad se armoniza con su riquísima diversidad. Como muy atinadamente señaló Fernando Savater en su análisis sobre el proceso francés, “no hay una Francia, una España o una Europa excelsas, sedes unánimes de virtud por encima de los ciudadanos”, pues sólo de un “concierto discordante” puede salir “el país de todos”.

El Papa Francisco se ha referido a la crisis europea de manera muy directa en tres momentos: durante en su visita a Estrasburgo (noviembre de 2014) con sendos discursos ante el Parlamento Europeo y el Consejo de Europa; al recibir el premio Carlo Magno por su contribución a la unidad de Europa (mayo de 2016) y en días pasados, ante los líderes del continente, reunidos en Roma para celebrar el sesenta aniversario de la fundación de la Unión Europea.

Francisco ha reiterado la perspectiva planteada por sus predecesores. Europa, desprendida de sus raíces, ignorante de su historia y del proyecto que le dio vida, se encuentra perdida en su propio laberinto. Durante el encuentro de Roma apuntó con verdad y caridad: “Los Padres fundadores nos recuerdan que Europa no es un conjunto de normas que cumplir, o un manual de protocolos y procedimientos que seguir. Es una vida, una manera de concebir al hombre a partir de su dignidad trascendente e inalienable y no sólo como un conjunto de derechos que hay que defender o de pretensiones que reclamar”. Después, citando a Alcide de Gasperi, uno de los padres fundadores de la Unión, recordó cómo el origen de la idea de Europa es “la figura y la responsabilidad de la persona humana con su fermento de fraternidad evangélica…con su deseo de verdad y de justicia que se ha aquilatado a través de una experiencia milenaria”.

Los europeos tienen un grave problema de identidad el cual se expresa como una crisis de humanidad. La maquinaria burocrática que hoy domina la Unión Europea se afana en imponer políticas de muerte y exclusión a propios y extraños, si bien utilizan un lenguaje eufemístico bastante cursi. Hoy se muestran incapaces de reproducir su sociedad, ya no digamos en sus más caras expresiones culturales, incluso biológicamente. Lo que distingue su proyecto es la expansión del aborto, la negación del papel fundamental de la familia y el matrimonio, la eugenesia y la eutanasia. En suma, por su propuesta de matar a cuantos no cumplan con los estándares aceptables de desarrollo intelectual, físico y neurológico, según los ideólogos de la burocracia de Bruselas, tan afectos a la ingeniería social. No importa que el mensaje lo entreguen envuelto en el eufemístico discurso de la tolerancia y los derechos humanos, acaba por ser lo mismo. El genocidio “políticamente correcto” en contra de los seres humanos con Síndrome de Down, bien documentado en Francia, España, Bélgica e Inglaterra, es un botón de muestra.

La perversión de las palabras está en el origen del cualquier totalitarismo, según apuntó con prístina claridad Eirich Fromm. Restituirles su verdad y claridad es el primer paso para salir de una crisis, como bien señaló el filósofo mexicano Guillermo Hurtado. Los europeos se encuentran extraviados en su laberinto, pero sólo ellos parecen ignorarlo.

 

 

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