Los católicos somos mexicanos y ciudadanos de pleno derecho. El cumplimiento gozoso de nuestra responsabilidad ante la crisis nacional depende de una clara identidad y de la superación de ciertos conflictos.
1.- La Iglesia somos un pueblo peregrino compuesto por pecadores al servicio del prójimo, custodios de la creación, que buscamos a Dios y nos dejamos encontrar por él. Como pueblo nos identificamos por tres elementos que van juntos, o no vamos a ningún lado: uno, creer en Cristo, a quien confesamos como Dios y hombre verdadero, sin glosas ni adendas; dos, celebrar a Cristo en la oración, la liturgia, los sacramentos y las devociones, siempre en comunión con la Iglesia; tres, actuar con Cristo en servicio del prójimo, como custodios de la creación.
2.- Creer en Cristo, celebrar a Cristo y actuar con Cristo son el factor de identidad profunda del católico, porque es el modo natural de ser Iglesia. Somos discípulos y misioneros del Nazareno, tal es nuestra razón de ser. Siempre será conveniente recordar a Charles Péguy quien señalaba como quien no le reza a Dios, le reza al Diablo. Negar nuestra identidad es negociar con el Diablo y, en medio de la crisis de humanidad que nos agobia, el Diablo ya tiene muchos, entusiastas y fieles seguidores. Los católicos no debemos abonar al desastre chiquiteando nuestra fe y escondiendo las razones de nuestra esperanza.
3.- Hoy en día vivimos un tiempo de gracia porque ser católico se ha convertido en una opción profundamente personal, siempre de cara a Dios. La tradición ya no es suficiente para mantener la fe, hacen falta oración, comunión y decisión.
4.- Ser católico es una gracia por dos situaciones. Por un lado, en una sociedad diversa y plural, el diálogo con otras personas siempre es ocasión de mutuo enriquecimiento, lo que, indefectiblemente, fortalece nuestra fe y es motivo para dar razones de nuestra esperanza. Sin embargo, por otro lado, nos encontramos constantemente acosados por diversos discursos y actitudes cuyo objetivo no es buscar un encuentro, sino minar y destruir la fe del creyente a través de mentiras, leyendas negras y el uso malicioso de los pecados de los católicos, actitudes especialmente perniciosas cuando se presentan como aportaciones “de buena fe”. En este caso, sostener la esperanza es un trabajo arduo, constante y difícil que involucra razón, corazón y pasión. Como sea, en ambas situaciones nuestra fe, esperanza y caridad se fortalecen y esto es, siempre, una gracia de Dios.
5.- La gran tentación de nuestros días es sucumbir al catolicismo vergonzante, ya sea por ocultar la fe en lo público, reservándola a lo privado; o por meterle de patadas a la Iglesia como forma de vida, para justificar determinada actuación pública. Nada hay nada más pernicioso para la fe y la participación ciudadana. El resultado es un católico timorato, un ciudadano sin compromiso, o un esquizofrénico espiritual. La fe es una decisión personal, pero jamás es un asunto privado. El camino de santidad implica trabajar por ser un buen cristiano y un virtuoso ciudadano ahí donde Dios nos mande, ponga o siembre. No hay tarea pequeña y todas son importantes.
6.- El catolicismo vergonzante es, al mismo tiempo, tentación y patología. Se ha formado con el tiempo, desde 1914, cuando dio inicio una persecución violenta, la cual remitió hasta 1938. Después le siguió algo más pernicioso, la persecución de baja intensidad que dura hasta nuestros días. Esto implica el permanente acoso cultural, mediático, social y político contra el creyente, así como distintas formas de discriminación y exclusión contra quien se atreva a llamarse católico en público, a menos que sea “políticamente correcto”, es decir, vergonzante.
7.- Esta situación sólo puede ser superada mediante la oración en comunión, la convicción de ser un simple discípulo y misionero del Nazareno, la clara conciencia del carisma personal puesto al servicio del prójimo y por el decidido ejercicio del derecho humano a la libertad de religión. Nunca habrá razones válidas para negarle a los cristianos el ejercicio pleno de nuestra ciudadanía, en armonía con nuestras más profundas convicciones.
Como cristianos y ciudadanos podremos aportar a solucionar la crisis nacional sólo en la medida en que nuestra colaboración surja de una clara identidad capaz de alimentar el ejercicio de nuestra responsabilidad ciudadana. Hoy muy pocos están dispuestos a sostener la esperanza con razones y alegría. Dinamiteros de caminos abundan; urgen arquitectos del encuentro, capaces de humanizar nuestra cultura. Seguiremos.
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