Las formas dictatoriales e inquisidoras no han abandonado a la humanidad, simplemente han evolucionado. Es verdad que todavía perviven las ancestrales, es decir, la imposición arbitraria y por la fuerza bruta de los propios principios ideológicos o del status quo del poder. Casos como los de China, Corea del Norte o Venezuela no dejan mentir al respecto. Sin embargo, en el conjunto de la civilización occidental, avanzada científica y tecnológicamente hablando, son más bien marginales y van cediendo el paso a otro tipo de dictaduras, o quizá mejor debiéramos llamarles “dictablandas”, no menos eficaz. Esta nueva forma de represión es probablemente más efectiva, pues su modo de imponerse resulta más sutil y cuando uno ya está metido en ellas, casi ni se nota, lo que las hace resistentes a la crítica y a la rebelión.
También cambia el sujeto dictatorial. Ya no suelen ser los estados, pues están pasando de moda. Ahora son los organismos internacionales o cúmulos de ONGs hábilmente manejadas por quienes detentan el poder realmente: poderosos lobbies económicos y empresariales. No es el poder coercitivo del estado, sino el más disimulado de los medios de comunicación y las redes sociales. Así, por ejemplo, todos necesitamos Google; y Google puede hacer, con el algoritmo adecuado, que dejemos de existir, que no seamos visibles. Muchas personas utilizan Facebook, pero esta misma empresa puede censurarnos, bloquearnos, hacer en definitiva que perdamos visibilidad. ¿A quién podemos reclamarle?
De hecho, es algo que ya está sucediendo. Esta semana ha sido noticia que el ingeniero James Damore ha sido despedido de Google por motivos ideológicos. Se atrevió a decir en un documento de trabajo interno (es decir, ni siquiera lo publicó para que sea del uso común) algo diferente de lo establecido por el pensamiento políticamente correcto, a saber, que las mujeres y los hombres tenemos, en líneas generales, capacidades diferentes que en definitiva nos complementan. Todos sabemos que las mujeres son mejores para generar empatía y comunicar sentimientos, y que los hombres nos inclinamos más por cuestiones técnicas. Esto es así hasta en países como Noruega, líderes en lo que a igualdad de género se refiere. Pero siendo esto realidad, y estando avalado por multitud de estudios biológicos, genéticos, hormonales, neurológicos y evolutivos, no se puede decir, está prohibido expresarlo. Si uno osa decirlo recibe ipso facto el sambenito de “machista” y es linchado mediática e inmisericordemente, como le sucedió al ingeniero Damore.
Pensándolo bien, ¿qué quiere decir esto? Muchas cosas, por ejemplo: que es ficticia nuestra libertad de expresión y nuestra libertad de pensamiento. Podemos pensar y decir lo que queramos siempre que no vaya en contra o cuestione lo políticamente correcto. Es decir, siempre que no lesionemos los interesas o vayamos contra las ideas de quienes imponen o a quienes beneficia lo “políticamente correcto”. Si no pensamos de acuerdo a estos cánones no nos queda otra que permanecer callados, o quizá decirlo solo cuando nuestra opinión sea excesivamente marginal, siendo prácticamente un monólogo. Eso supone, necesariamente, miedo. Miedo a decir lo que uno realmente piensa por las consecuencias que pueda tener para su fama, su patrimonio o su empleo. Implica, también necesariamente, vivir en una cultura de la simulación y la mentira: simulamos que todos estamos de acuerdo, simulamos la libertad de expresión y de pensamiento, simulamos un falso pluralismo.
Alguien podría objetar: “no hagas de un caso una ley universal”. Bueno, pero no es el único. Agustín Laje, pensador crítico del feminismo y la ideología de género, fue censurado en Facebook durante el mes del “orgullo gay” (junio). Ya son varias las páginas pro-vida de Facebook que han sido cerradas sin ninguna explicación, para reabrirse después de mucho tiempo y abundantes protestas, o los “errores” que de un plumazo cierran las páginas católicas angloparlantes, como una advertencia de lo que te puede suceder si te pones muy pesado. Ya no es el estado, ahora son las empresas y detrás de ellas, los grupos de poder, quienes detentan un dominio dictatorial suave, pero quizá más eficaz, pues no podemos prescindir de ellas.
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