Enclave de fanatismos

Pobre España. Se encuentra en una dolorosa encrucijada, se debate entre dos fanatismos antagónicos: el fundamentalista islámico y el cristianofóbico laicista. Mientras un grupo religioso emprende una auténtica “Guerra santa” o “guerra de religión”, en palabras de Pérez-Reverte, el otro se empeña en denostar, vilipendiar y erradicar sus raíces culturales y religiosas. Mientras en Barcelona ocurre un dramático atentado en nombre de Allah, en Bilbao se presenta una muestra blasfema intitulada “Carnicerías Vaticanas”, donde se expone a burla el maravilloso Cristo de Velázquez.

Así las cosas, parece que una gran nación se dirige hacia un auténtico suicidio cultural, que de la mano del demográfico, amenaza con hacerla desaparecer del mapa. Los islamistas, que viven todavía en la época de las cruzadas, han amenazado expresamente a España con aumentar los atentados, señalando que esta guerra durará “hasta el final de los tiempos” y que Al-Ándalús volverá a ser musulmana. Claramente su contexto es de confrontación religiosa. Curiosamente, no hay oponente y, tristemente, no por el hecho de que el cristianismo conduce a “ofrecer la otra mejilla”, sino por ausencia de cristianismo. Es una guerra de religión donde un grupo religioso ataca a otro que se declara irreligioso, cuando en realidad es anti-religioso. De hecho, la cultura que ha florecido de la mano del cristianismo se empeña agresivamente en borrar toda referencia cristiana de la vida social; o mejor aún, que las referencias a esa realidad sean en tono de burla o recriminación acomplejada.

Laicismo acomplejado que no reconoce sus orígenes, que se avergüenza de ellos, más aún,  se burla agresivamente de ellos. Laicismo miope al no darse cuenta de que la sociedad democrática y libre que le permite realizar sus ridiculeces blasfemas, se ha gestado al amparo de una cultura cristiana, y que sin esa linfa madre que la nutre, perfectamente puede desaparecer. Ya hace tiempo Ernst-Wolfgang Böckenforde señaló que “el estado liberal secularizado vive de presupuestos que no puede garantizar”; es decir, presupone una cultura cristiana para su correcto funcionamiento, y sin ella, corre el peligro de desaparecer. Precisamente la “multiculturalidad”, es decir, el empeño por valorar y mirar benévolamente a las demás culturas, sin necesidad de contraponerse dialécticamente con ellas, surge en el contexto cristiano, que valora los derechos humanos, la dignidad de la persona y la libertad religiosa. Es una ingenuidad esperar la misma actitud de las todas las demás culturas.

Digamos que el fundamentalismo islámico es consistente con sus principios. En efecto, para un musulmán coherente no tienen por qué separarse el orden religioso del político, pues esta división es una de las principales aportaciones del cristianismo a la civilización. El islam para un musulmán, debe extenderse, y para un fundamentalista no importa que aquello se consiga de manera violenta. De hecho son sinceros, pues lo dicen con claridad, no lo ocultan: “Usaremos vuestra democracia para destruir vuestra democracia”. Son los acomplejados laicistas quienes no lo quieren ver, o que en el culmen del delirio suicida, prefieren ir de la mano del fanático fundamentalista para acabar con sus propias raíces, para denostar su pasado y su cultura. En una incomprensible ceguera no advierten que, una vez conseguido su objetivo de acabar con la práctica cristiana, y una vez alcanzada la mayoría de la población, los musulmanes van a pisar impunemente todas las libertades cívicas conseguidas al amparo del cristianismo para instaurar su teocracia, donde todos sus presuntos derechos y libertades no tendrán más valor que el papel mojado.

Los musulmanes en Europa se dan cuenta de que el enemigo no es el cristianismo, sino el laicismo. Uno de Roma me lo comentaba con sencillez: no llevaba a Europa a su familia porque temía que se debilitara la práctica de su fe en un ambiente secularizado. Le horrorizaba el hecho de que los cristianos habían abandonado a Dios, habían olvidado su religión, y no quería que eso le pasara a los suyos. Por su parte los laicistas ofrecen un espectáculo patético precisamente con sus exposiciones blasfemas, muestra evidente de su pobreza cultural, su carencia de imaginación, su crónica dependencia de una fe, que necesitan a un tiempo para criticar y para tener una identidad propia, y por eso mismo parasitaria. La grandeza cultural del cristianismo dio lugar a un Velázquez, a un Cervantes y a tantos otros que han dejado piezas inmortales a la cultura universal, mientras que el laicismo no puede sino parodiarlas, pues nada puede ofrecer a la civilización, sino el testimonio de sus propios complejos no superados.

 

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