¿Por qué importa el adviento?

Uno se despierta por la mañana, se dispone a tomar desayuno, si ya está entrado en años hojea el periódico, en caso contrario los servicios de noticias a los que está afiliado bombardean su celular con información. Para tomar el café se encuentra entonces con que el atentado de Somalia ya superó los 500 muertos, pero como son africanos a pocas personas parece importarle; un nuevo caso de corrupción, políticos y empresarios procesados, todo ello en medio de una apacible mañana, como trágico aperitivo de una estresante jornada laboral de fin de año. La abrupta realidad nos invita a reflexionar, “¿qué estamos haciendo?”, mejor aún, “¡Señor!, ¿qué estamos haciendo?”. Y al formular esta pregunta ya estamos planteando el adviento de modo adecuado, hemos comenzado a comprenderlo. 

¿Por qué es importante el adviento?, quizá sería mejor decir: “es imprescindible el adviento”. La evidencia de que, pese a todos nuestros avances científicos y tecnológicos no alcanzamos a construir una sociedad justa, una sociedad sana, una sociedad feliz, pone en evidencia de forma patente nuestra incapacidad para resolver problemas humanos, en el sentido de éticos, con soluciones técnicas. Existe un profundo desbalance entre la capacidad técnica de la humanidad que va aparejada a su miopía moral. Tal desajuste en ocasiones amenaza con adquirir inquietantes dimensiones, al descubrir con horror que podemos iniciar una guerra nuclear por caprichos y banalidades. Que sea imprescindible el adviento significa reconocer con sencillez que muy probablemente solos no la hacemos, somos incapaces de satisfacer los anhelos más profundos del corazón humano, necesitamos urgentemente de todo un Dios para conseguirlo, precisamos un Salvador.

Eso es el adviento. La conciencia de la espera, la evidencia de nuestra incompetencia, la certeza de que nuestros buenos deseos, las buenas intenciones y toda esa formidable capacidad técnica de la humanidad terminan por ser insuficientes; necesitamos algo más, mejor aún, alguien más. La espera de Israel, donde todo un pueblo expectante, durante siglos anhelaba la llegada de su mesías se continúa ahora: toda la humanidad espera “que alguien haga algo”, que se nos muestre la vía y que nos ayude a recorrerla, Alguien que nos diga con verdad: “Yo soy el camino, la verdad y la vida”. Necesitamos a Jesús, seamos conscientes de ello o no. De forma consciente o inconsciente, precisa o difuminada, la expectación generalizada es, precisamente, de lo que entendemos desde la fe por Jesucristo.

La liturgia celebra el misterio de Jesucristo a lo largo del año. Al hacerlo, también invita reflexionar sobre el misterio del hombre mismo. Pero quizá el tiempo de adviento, tiempo de espera, sea el que caracterice con mayor agudeza la existencia humana. Muchas veces podemos encontrarnos a la espera de que algo suceda, de que algo pase y cambien las cosas. Quizá de forma inconsciente lo esperamos a Él, pues somos conscientes, cada vez con mayor claridad, de que solos no podemos. Esa experiencia personal se multiplica en la sociedad. Es verdad que con frecuencia nuestra vida frenética y la oferta interminable del consumismo consiguen hacérnoslo olvidar. Pero tarde que temprano nos volvemos a encontrar solos con nuestro vacío, y ese vacío clama por Él. Descubrimos entonces que a pesar de toda esa actividad frenética y de todas esas realidades materiales que nos hemos procurado, no ha disminuido en nada ese vacío, resulta patente que vamos por el camino equivocado. Esos momentos son fundamentales para mirarle a Él.

En la liturgia el adviento tiene dos partes muy marcadas. En la primera se pone el acento en la espera de la segunda venida de Cristo, cuando venga a juzgar a la humanidad, a darle a cada uno lo que merece, a realizar esa justicia que nosotros solo imperfectamente podemos atisbar. La segunda parte es la novena de la Navidad. A partir del 16 de diciembre la mirada se centra más en Jesús que va nacer; en el recuerdo de lo que sucedió, cuando pasmados contemplamos a todo un Dios que se hace niño, y niño pobre, en el seno de una humilde familia. San Bernardo habla de una tercera venida silenciosa, entre la primera y la última, al corazón de cada uno de nosotros. Si lo recibimos, ello supone que aceptamos el mensaje de la primera venida, mientras anhelamos la manifestación definitiva de Dios en la segunda, con la certeza de tener ya su presencia en nuestro corazón colmando ese formidable vacío. Vivir el adviento es entonces una activa espera, donde procuramos tomar conciencia de las dos venidas de Cristo, mientras le hacemos un espacio en nuestro corazón y en el de nuestros congéneres, para que venga a sanar nuestra limitación y pobreza. Toda la vida puede verse entonces como un gozoso adviento en medio de un mundo que, como en la primera venida, lo ignora al tiempo que lo necesita.

 

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